miércoles, 4 de febrero de 2009

Piglia vs Johny Ratón

Ricardo Piglia siempre cuenta una historia muy curiosa:

la amistad de Gombrowicz con el poeta Carlos Mastronardi, que discurría siempre del mismo modo. Mastronardi, que era un hombre muy fino y muy discreto, un gran noctámbulo y un extraordinario poeta que en toda su vida escribió un solo libro , lo esperaba en el Querandi, un café de Buenos Aires, tomando un té, y Gombrowicz llegaba siempre un poco apurado. Mastronardi lo recibía con gentileza y preguntaba "¿cómo está, Gombrowicz?". Y Gombrowicz le decía siempre: "Cálmese, por favor, Mastronardi". Como si Mastronardi se hubiera dejado llevar por una emoción excesiva por el solo hecho de saludarlo gentilmente

Me direis: bien, y qué? La verdad es que no lo sé, pero sentía la necesidad de compartir algo del mundo de Piglia con todos vosotros. Un autor que decide construir un canon heterodoxo no solo de la literatura argentina sino de todo lo que puede ser leido. Desde una visión nada complaciente o fácil, eso sí. Leer a Piglia es leer sobre formalismo crítico, Benjamin y cosas aún más aberrantes. Pero también sobre los proyectos imposibles y su vinculación con la literatura. Como si escribir una novela fuera una forma de desenmascarar la trama de engaños en la que nos movemos cada día, cuando vamos al trabajo o depositamos nuestro poco dinero en bancos sin el más mínimo temor. La idea de que la única revolución posible en nuestro tiempo parte de hacer buenos libros es tan atrayente como absurda, pero como dice Piglia que decía Macedonio: emancipémonos de los imposibles.

Ayer, a la madrugada, la 2 emitió una absurda película de título sobrecogedor: Johny Ratón. Se desarrollaba en una extraña Sevilla llena de castizos madrileños (hasta los niños y los pedigüeños parecían salidos de Chamberí). Un cura negro conseguía salvar a un niño enfermo gracias a sus contactos en el Pentágono (?) para luego morir de un extraño virus. Sucedido todo en un colegio de educación especial, San Juan de Dios, que reconocí como el sitio donde una vez al año nos llevaban de excursión los cutres jerifaltes del Pablo VI. Cada año jugábamos al fútbol con los chavales a los que les faltaba una pierna, un brazo, los paralíticos cerebrales, y otros a los que no podíamos localizar ninguna minusvalía pero cuyas ropas setenteras delataban como internos de la institución. Recuerdo que al llegar la hora de marchar (esto de marchar es un catalanismo, no?) procuraba estar siempre cerca del autobus para subir el primero. Una de mis pesadillas infantiles era quedarme en la Ciudad de San Juan de Dios y ser incapaz de demostrar a los curas aquellos que yo era normal. Pasaba el tiempo y en una escena posterior se me veía a mi en una especie de escuela-taller montando cuadros eléctricos y vestido con un jersey marrón de cuello alto con expresión boba y feliz.

Coda: leed El Largo Adios de Raymond Chandler. Va sobre nosotros, sobre todo aquello que nunca seremos.

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