miércoles, 27 de octubre de 2010

When I´m Five

Con 4 años vivo en una aldea de pescadores. El Rompido. Tenemos un ático en la única urbanización del pueblo. La terraza es gigantesca y a mi aún me lo parece más. Hasta entonces he tenido el pelo rizado y muy rubio. De un día para otro el pelo se alisa. Mi madre me peina con flequillo (y ya siempre estaré así peinado). Sigo siendo muy rubio. Mi padre trabaja en Huelva. Va y viene. Le veo poco y le recuerdo aún menos. Lleva bigote y le tengo miedo. Algunas noches me monta en sus rodillas y se pone a cantar Ay Susana! como si yo fuera un cow-boy y persiguiera  a los indios. Mi hermano pequeño está allí, con nosotros, pero aún le veo como algo sin identidad ni interés. Tiene 1 año y no habla. Mi madre se aburre. Ha pasado de vivir en una gran ciudad a codearse con señoras de pescadores que parecen portuguesas. Echa de menos a las vecinas, las tiendas, los coches, los bares... Mi padre se pasa todo el día trabajando. Está sola. Un día viene el técnico de la lavadora y le echa los tejos a mi madre. No recuerdo nada de aquello.

Mi padre adora El Rompido. Sale a la terraza los sábados y agita los brazos y respira como si hiciese ejercicio. Yo miro alrededor y mi realidad, la que recuerdo, parece sacada de una pintura prerrafaelita: nitidez en cada detalle, colores brillantes, falta de perspectiva, ni un solo rincón en sombras. Soy yo solo. Ni un solo niño más en la urbanización. Mi hermano Javier vive con mis abuelos. Lo imagino por las tardes comiendo leche con galletas y viendo la Tele. Mi TV tiene 9 pulgadas. No se ve nada allí. Además no sé qué se puede ver. No sé nada del mundo y mis padres no me ayudan a saber más. No voy a la guardería, no voy al colegio. Tengo una bolsa de juguetes que dejaron los anteriores inquilinos. Tengo un cochecito a pedales con el que doy vueltas a la terraza. Mi abuela me ha traído unos tebeos que no entiendo.

Los fines de semana hay otro niño. Tiene una máscara de Mazinger-Z y los famoso puños. Dice puños fuera y los lanza hacia delante. Es de Sevilla, como yo. También está el hijo del guarda. Tiene cara de pobre. Arañazos, sonrisa desdentada. Es de mi edad y no parece muy listo. Se come las uñas de manera salvaje. Una tarde de verano me voy a jugar con él. Salgo de casa mientras mis padres duermen la siesta. Mi padre viene a buscarme después y me pega por haberme escapado.

Estoy solo y hablo poco. Me acostumbro a no hablar. Busco un modelo de comportamiento. Mitifico a mi hermano mayor. Cuando nos reunimos con él siempre voy a su lado. Hago lo mismo que él hace. Mi hermano dice que parezco un mono. Todos me llaman el mono. Ya entonces me llaman así. Mi cuarto se Sevilla permance igual que cuando me fui. Comprendo lo que es la nostalgia por algo perdido.

En el verano la urbanización se llena. Tenemos vecinos. Hay un niño muy pequeño, su madre y su padre, un hombre con gafas que sonríe y se llama Pepe. Mi hermano está ya con nosotros. Mi hermano me explica todo aquello que no sabía: qué es el fútbol? somos del Betis? qué es el colegio? Él me educa a su imagen y semejanza: temeroso de la ley. Nos mudamos.

Huelva es como una ciudad de hace 40 años. Lo sé a pesar de tener solo (ya) 5. Paseo con mi madre y veo muchos carteles pegados a las paredes con la cara que sonríe de nuestro vecino Pepe. Quiere ser alcalde, dice mi madre, y lo dice sabiendo que nunca lo será. Yo voy al colegio. El primer día nos dan unos objetivos claros. Aprender las letras y los números. Leer y contar. Es un colegio de niños y niñas en clases separadas. Los recreos son también separados. Cuando nosotros estamos en clase las niñas juegan. No hay felicidad simulatánea entre hombres y mujeres. Al final de la primera semana mi madre me compra la Cartilla para aprender a leer (he insistido durante todos los días a todas horas). El viernes por la tarde voy con la Cartilla a mi hermano Javier y le digo: enséñame a leer. Aprendo aquella misma tarde y paso todo el fin de semana leyendo los tebeos acumulados. Nunca nada me ha vuelto a parecer tan fácil. Y nunca, como entonces, me he vuelto a sentir tan intensamente persona.

jueves, 21 de octubre de 2010

Geeks (parte 2) Allegro

....conforme nos aproximábamos una palabra me venía a la cabeza: aquelarre. Aquellas formas entraban y salían del local con una disposición que llamaría ebria si no fuera porque la mayoría eran abstemios. Qué les hacía pues comportarse de aquel modo? La sensación de grupo, de no ser los apestados por una vez, de haber vencido a las filas de lo convencional por el lado pantanoso de lo grotesco. Nos miramos y nos sumergimos en la corriente que se venía hacía nosotros como el personaje de Poe en el maelström, a la espera de que nos disparara finalmente a cualquier otro lugar.

Allí estaban los habituales, nuestros amigos (qué cosas): Morón, Arenas, el primo... Algún que otro compañero de facultad, las mujeres, reducidas a la Belga, que hacía el papel de musa algo desvencijada del grupo (nunca supe porque la llamaban así), y la hermana de Arenas, una señora que había terminado Derecho en 4 años, opositora desde entonces y absoluto animal freak. En el interior, en un escenario se encontraba el supuesto protagonista del corto, que además oficiaba de humorista semiprofesional con imitaciones que no pasaran a la historia del humor pero sí del dolor. La de Matías Prats (padre) es la única que mi terapeuta me deja recordar (por eso de cauterizar la herida). Me sorprendió ver a dos hermanas casi gemelas que repartían algo parecido a un programa de mano , y digo me sorprendió porque eran guapas. Pedí una cerveza y me dieron un botellín minúsculo a precio de oro. Tampoco el alcohol iba a ser una salida. Me senté y a mi lado se colocó un chaval con pinta de haber matado y disecado a su madre. "Hola, tu eres amigo de Jose, no?". "Sí", tremolé. "Yo he hecho la música". "Ah". "He intentado darle un toque minimalista". "Qué bien", dije. "Un poco como Michael Nyman". Modesto el chaval, pensé. Fue entonces cuando la sala se oscureció, y sin previo aviso comenzó Inma Felisa: Amor Quelónido.

Resulta difícil resumir en breves líneas lo que uno sintió (o puede sentir, elevemos esto a nivel general) viendo una película sobre un tipo que se enamora de una tortuga, le da un beso, se convierte en señor con barba vestido con camisón y sale pitando (ya no recuerdo si el final era triste o aún más triste). Todo ello con interminables escenas de caminatas por calles del centro de Sevilla aderezadas con la música de Norman "Nyman" Bates, lo más parecido al organillo del gitano y la cabra que he podido escuchar.Como era de esperar, la tortuga barbuda era interpretada por Morón, que en un arrebato de emoción al verse en la pantalla se volvió hacia nosotros, puro en mano y boca abuzonada, para decir eso tan típico de: "Zoy yo!". Lo peor fue comprobar que en el labio descansaba un pegote de tabaco del tamaño de un escarabajo crecidito y que el muchacho no se daba cuenta. El pegote caminó junto a él durante toda la noche y años después, al encontrármelo por la calle, lo primero que hice fue echar un vistazo para ver si seguía allí (dejo en la imaginación del lector la respuesta). La proyección terminó, y los primeros comentarios escuchados al azar repetían la palabra éxito. Fue aquello suficiente para que juntara mis monedas de estudiante pobre y me fuera al bar a por lo más fuerte y barato que hubiera. Copa en mano y codos en barra, vi como la hermana de Arenas se me acercaba y me soltaba un entusiasta: "HOLA!". Busqué a Antonio y Alberto con la mirada. La expresión de Antonio lo decía todo. "Me ha dicho Antonio que querías verme".

 No me gustaría que la chavalería que me sigue pensara que soy un tipo despreciable, pero a veces ese es el único papel que podemos representar en el mundo. La vida nos somete a numerosas pruebas y no siempre estamos a la altura. Yo he de reconocer que aquel día estuve a la única que me podía permitir. "Que yo he dicho qué?", tremolé por segunda vez aquella noche. "La película ha sido genial, no?". "Tengo que mear". Salí corriendo hacia el baño y me encerré. Desde dentro y con ganas de permanecer allí hasta el fin de mis días, pude ver y escuchar como Antonio y Alberto intentaban convencer a aquella señora de que fuera detrás mía (ten amigos para esto). Mis opciones eran mínimas e intenté la única que me quedaba. "Estoy un poco mareado, creo que voy fuera". "Ah, yo me quedo dentro, los chistes de (nombre-olvidado) son muy buenos". "Dios te lo pague.. digo, adios". Afortunado, direis. No tanto, aún hoy me planteo si hubiera sido mejor pasar la velada con aquella señora y aquellos chistes antes que salir y ver a Nyman Bates con la cara cubierta de sangre, riendo y viniendo hacia mi. "JAJAJA...HHJAJAA...Me ha pegado con un palo, con un palo...JAJA..", decía señalando al Morón y su pegote y al garrote que blandía mientras gritaba: "ZI, ZI!!". Y lo peor era que todo aquello estaba siendo filmado por aquellas dos casi gemelas guapas que deduje debían ser unas degeneradas de tomo y lomo por prestarse a formar parte de aquel circo (Belles de Jour...). Miré hacia la puerta y vi como Antonio y Alberto se aproximaban. Sí, era hora de marcharse. La gente salía a participar de la orgía de sangre y estúpidez y las chicas guapas lo grababan y hacían preguntas sobre lo que estaba pasando (docudrama). Empezábamos a marcharnos cuando las gemelas me cogieron de un brazo y me hicieron volverme. Frente a mi el caos.

"Nos dedicas unas palabras?"
"Qué?"
"Qué nos puedes decir de esta noche, de este estreno?"
Miré alrededor, al Morón, a Arenas, un mueble que parecía su primo, el humorista terrorífico, el músico minimalista-gitano-cabrero-psicodisecador, la opositora loca... Les miré a todos ellos y volví finalmente a mi entrevistadora con la mayor expresión de cansancio determinado que se recuerda en el polígono Navisa para decir:
"Resulta curioso que la noche más importante de vuestras vidas sea la peor de la mía"

Nos volvimos dejando atrás poco más que silencio. Caminamos hacia la luz.

martes, 12 de octubre de 2010

Geeks (parte 1) Andante

Allí estábamos, pues, Antonio, Alberto y yo mismo caminando por una de las calles de aquel polígono industrial que llamaban Navisa. Al fondo, al final de las calles y los almacenes, y tras un descampado inmenso se podían distinguir las primeras torres de lo que se conoce como las 3000 viviendas (columnas de humo sobre un cielo falsamente anochecido). Caminábamos rápido, esperando llegar a aquel almacen que hacía de sala de conciertos. Todo cerrado alrededor, algún perro perdido y un grupo al fondo que suponíamos eran los nuestros. Y eran realmente los nuestros? Habríamos deseado que fueran los suyos, los vuestros, cualquiera antes que parte de nosotros. En realidad eran amigos de aquel que fregaba platos a aquella hora en Inglaterra. Gente de la facultad a la que se había unido por aburrimiento y la falta de interés social. Arenas, el Morón, alguno más. Una mezcla de empollones, freaks, auténticos asnos, catetos, feos... Quizá el polo de atracción fue la sensación de superioridad. Pero ni eso funcionaba ya a esas alturas. El contacto con ellos nos había ensuciado y degradado y hecho reconocer que no estábamos lejos de aquello que despreciábamos.

Contaba Jose en una de sus cartas desde Inglaterra que el día que decidió que se marchaba estaba en el piso del Morón (un tipo de Morón de la frontera que ceceaba de manera brutal, ocultaba su rostro lleno de cráteres con una barba desaliñada y salía de casa sin lavarse la cara)  junto a Arenas (la falsa brillantez de los empollones) y su primo (una especie de mueble con camiseta). Hacía calor, era Julio, y pensaban comer algo. El Morón "zolo tenía atún, mayoneza y kerchu". Había pan también, claro, y decidieron hacer unos bocadillos. El primo-mueble procedió a prepararlos. Abría el pan (una viena) lo untaba de mayonesa, volcaba el contenido de una lata pequeña de atún, lo extendía un poco y añadía un chorreón de ketchup para terminar. Jose fue claro: al mío no le pongas ketchup. Cuando llego el turno de preparar el bocata de Jose, el primo repitió el mismo ritual, ketchup incluido. Pero qué haces capullo? No te he dicho que no quería ketchup? Ya, dijo el primo, quizá las primeras palabras que le oía pronunciar, pero es que con ketchup está más bueno. Jose echó un vistazo alrededor y solo pudo ver al Morón masticando satisfecho con la boca abierta mientras un hilillo combinado de ketchup y mayonesa comparecía por sus carnosos labios. Si he llegado a esto, se dijo y me dijo después, es que he hecho algo mal en esta vida. Y así fue que decidió marcharse.

Y así fue que nos dejó con aquel incalificable legado. Entre aquellos almacenes. Los veíamos al fondo, y ni siquiera las cervezas previas nos daban el ánimo suficiente para continuar. Sin embargo, un hecho sucedió que intepretamos como buen presagio. A nuestra izquierda vimos un conjunto de cartones tirados en el suelo. Entre ellos una caja de cartón, grande, se mantenía en pie. Nos fijamos que de la caja de cartón parecía recortarse una ventanilla. Escuchamos un chisteo "ssshhhh" y miramos con atención-prevención. Eh, aquí... Sí, había alguien dentro de la caja, la cara asomando por el hueco recortado, como si fuera la ventanilla de una oficina. Nos acercamos. El hombre que había sentado dentro (juraría que llevaba corbata) nos preguntó: quereih shocolate? Le dijimos que no, gracias, y el nos respondió que de nada. Continuamos caminando sin saber qué decir. Eché un vistazo hacia atrás y allí seguía, sentado esperando en su oficina de cartón, un ejemplar funcionario de la droga.

Y sí, llegamos a nuestro destino, al estreno mundial (así lo decía el pasquín que nos entregaron en la puerta) de Inma Felisa: Amor Quelónido....

(continuará)

miércoles, 6 de octubre de 2010

Memoria y Ellada

Hoy he descubierto que hace poco más de 9 años jugué un partido de fútbol sala con mi jefe de entonces (Xavier Agustí), el jefe de Telepizza en Atenas y algunos compañeros de PanricoHellas. Sé que jugué ese partido porque existe un email en el que cuento algunos detalles del mismo (por ejemplo, que el subnormal de mi jefe intentó bajarme el pantalón del chandal o que el de Telepizza se dejaba maltratar por el inefable Agustí, cosas del Upper Diagonal). Sin embargo, no recuerdo nada. No recuerdo ni dónde jugué, ni cómo jugué, si me llevé a algún amigo (Coto o Iván), si ganamos o perdimos... Es un recuerdo borrado por completo de mi memoria.

Por desgracia, no es la primera vez que me ocurre. En la boda de unos amigos, hará dos años, pasé todo el tiempo saludando efusivamente a gente que no reconocía pero me trataba con la mayor de las confianzas y el mayor de los cariños. Gente que había conocido por intermediación de mi amigo, con los que me había ido de juerga, había hablado de mi vida, y a los que mi memoria no dedicaba ni un solo rincón perdido. Y no, no es cosa de la edad. Recuerdo que en mi primer día de instituto se me acercó una chica que me saludó por su nombre. Puse tal cara de pánico-friki-empollón-no-tengo-dinero-tu-quién-eres que la chica me explicó que nos habíamos conocido en la Feria, que era amiga de una compañera... Y sí, yo había estado allí, pero seguía sin recordarla. Años después me hice amigo de aquella chica y esta vez era ella la que decía no recordar todo aquello (seguro que lo hacía por orgullo).

Pero me he alejado mucho de lo que quería contar (si es que quería contar algo). Esta mañana, después de haber leído aquel mail perdido con aquel recuerdo perdidísimo, me senté a pensar en silencio. Pensé en todo lo que había vivido en Atenas y había olvidado. Pensé en esto porque azuzado por las lecturas de Íñigo sobre la historia contemporánea de Grecia me había pegado una panzada de wikipediar desde Kolokotronis a Lambraklis pasando por Venizelos. Una historia llena de estúpidas decisiones colectivas, de genialidades, de absurdos virajes, de frases memorables y frases ridículas (ese Oxi). Y pensé que mis lecturas del día anterior estaban contaminadas más que ilustradas por el recuerdo de unas calles, de cierta luz, de algún olor único y de la atmósfera de los lugares que viví. Así pues, la conspiración Aspida me llevaba a casas con balcón de 4 alturas a lo sumo en calles que ascendían y descendían de manera abrupta y caprichosa, y el golpe del 21 de abril trae consigo el  viaje de los militares por la carretera de Tatoiu, con sus perros en las cunetas y algún viejo taller destartalado en la lejanía.

Es, por tanto, una memoria que acaba apropiándose de recuerdos no vividos pero que se ve incapaz de reconstruir lo que realmente ocurrió. Quizá se deba a mi (ambivalente) relación con Grecia y el sentido de culpabilidad que me atenaza cada vez que me topo con la Ellada. Culpabilidad por haber traicionado todo lo conseguido y aprendido allí, por no haber sido capaz de reforzar unos lazos que se debilitaban a cada año de ausencia, por sentir como el olvido se apoderaba de todo, como una lluvia fina y persistente. Por eso no vuelvo allí y por eso uso mi memoria del lugar (absolutamente demolida) como escombros con los que cimentar algún otro tipo de relación menos personal, más distante y civilizada con Grecia.

Al igual que para Fitzgerald el midwest eran los viajes de vuelta del colegio en Navidad, para mi la Ellada son los sábados en Kolonaki, Tsakaloff arriba-abajo, viviendo con la sensación de ser un privilegiado, intocado por todo lo que me rodeaba y consciente a la vez de mi ligazón con aquello, aquellas gentes, aquella historia que ha sido capaz tan solo un día de cerrar los cafés. Y lo que debiera ser más que un inofensivo recuerdo para mi es como una lanzada que atraviesa años, costillas, pulmones y frustraciones.  Una voz que continuamente pide explicaciones por el tiempo perdido y lo perdido a través del tiempo.