miércoles, 30 de junio de 2010

Huelva


Me resulta extraño volver a Huelva. Más bien, me resulta extraño volver realmente a Huelva. Hace años que tengo problemas para dormir. Me acuesto y soy incapaz de conciliar el sueño, por muy cansado que esté. Entonces me dedicó a recordar. Repaso lugares y personas y situaciones del pasado. Uno de mis viajes más típicos es pasear por las calles de Huelva. Las calles que conocí cuando era un niño. Cuando Concarrobe era un bar al borde de las marismas. Cierro los ojos y camino por calles que quizá ya no existan. Junto a casas que han podido ser derruidas. Junto a personas que ya no vivirán. Entonces me duermo.

Salimos de la estación de autobuses y fuimos hacia el centro de la ciudad. La calle Concepción, la Plaza de las Monjas, la Plaza de la Merced. Yo con mi aspecto de turista. La Mona alabándolo todo con una emoción que yo creía fingida y resultó ser real. Me sorprendió Huelva. Más limpia y cuidada de lo que recordaba. Más alegre. Más vivible. En mi recuerdo es siempre una ciudad gris en la que es fácil encontrar ratas muertas en la calle. La gente parecía siempre enferma y amargada. La contaminación más que respirarse se posaba sobre nosotros. Los árboles eran saboteados y asesinados por los propios vecinos. Oscurecía pronto.

La Mona y yo pasamos delante del ayuntamiento, llegamos a la Alameda Sundheim y al que fue mi colegio. No es una novedad decir que todo se me antojó ridículamente pequeño. Me moví con timidez por el patio sin saber qué hacer. No era emoción lo que sentía. O al menos esa que hace soltar lágrimas y discursos. Era algo distinto. Más turbio y resignado. Algo relacionado con el tiempo y la inutilidad de todo. Me hice unas fotos.

Como era de esperar seguimos hasta la que fue mi casa. La Mona quería llamar al piso para que nos dejaran subir. La simple idea me produjo una angustia terrible. Qué iba a decir? Aquí viví yo 7 años? Si fuera yo el receptor de una petición así no abriría nunca la puerta. Y además, qué iba a conseguir? Bastardear un recuerdo? Me estaba ocurriendo con aquellas calles bien iluminadas, las casas recien pintadas, las señales de tráfico en perfecto estado, la gente alegre en las terrazas de los bares. Estaba reemplazando un recuerdo único por otro ordinario.

Decidí, entonces, retomar la verdadera razón de aquella visita. El Bar Juan José. La mejor tortilla de patatas del mundo. Recorrimos barrios que nunca entonces visité. Llegamos al lugar finalmente. En la calle Villamundaka, que recordaba por haber albergado al otro único Viana de la guía telefónica de Huelva. De pequeño pensaba en como sería aquella calle e imaginaba una hilera de casas bajas, mal iluminadas, y un tipo llamado Viana entrando en una de ellas, donde habría también otros niños como yo, llamados Viana, que harían el mismo ejercicio de imaginar como éramos nosotros. En estos recuerdos siempre voy en pijama.

Villamundaka es una calle de barrio como otra cualquiera. Más bien luminosa y amplia para su cortedad. El Bar Juan Jose nos esperaba. Nos sentamos en la terraza y pedimos la famosa tortilla de patatas. También tomamos atún con tomate y atún al ajillo. Una hora más tarde emprendimos el regreso a la estación. Sí, es la mejor tortilla de patatas del mundo.

Cuando volvíamos a Punta Umbría, ya en el autobús, eché un vistazo atrás. Comenzaba a anochecer. Estaba Huelva, crecida y diferente y convencional. Solo una mirada a mi derecha me dejó ver algo que no había cambiado. Las fábricas. El Polo Químico. Y aquella visión me consiguió calmar.

jueves, 24 de junio de 2010

Caracoles y Cabrillas


Mis recientes lecturas de Baroja me han hecho pensar en lo contemporáneo de su literatura más allá de su ya de por sí contemporáneo estilo (mucho menos recargado y casticista que la mayoría de los escritores españoles actuales). Es el interés en los jóvenes que compaginan apatía y rebeldía lo que parece hacerlo tan cercano a nuestro tiempo. Eso y la sensación que transmite de vivir en una sociedad dirigida por mediocres (el concepto de selección negativa) preocupados tan solo por evitar que los mejores (las élites ocultas) ocupen el lugar que les corresponde. Una literatura la de Baroja que comprende con visionaria valentía la pobreza de la democracia (una claudicación a falta de algo mejor) y el miedo que nos han de infundir aquellos que la entronizan como algo intocable. En definitiva, desconfianza sobre el pueblo y confianza en el individuo.

Caracoles y Cabrillas, el título de esta entrada, no es un intento por ocupar ámbitos reservados a mi hermano. Es solo un posible título para un posible libro a lo Baroja. Una novela de aventuras ciudadanas protagonizada por jóvenes (y no tan jóvenes) sin impulso alguno y fallas en la voluntad que a falta de cualidades volitivas se aferran al talento, la noche, los bares, los amigos, los caracoles y las cabrillas, como modo de mostrar al mundo que ellos son los mejores.

Claro, tendremos imágenes de arrabales o calles céntricas desiertas, y parlamentos de personajes que sustituyen la bohemia por el trabajo temporal y el ajenjo por la cervecita. Y el protagonista no será médico sino economista o abogado sin ejercer, como casi todos los abogados. Y tendremos mujeres fuerte y mujeres débiles y las confundiremos al poco de comenzar el libro. Y la ciudad será la ciudad que pensais, pero también esas otras ciudades, porque en las novelas de Baroja y en Caracoles y Cabrillas se viaja, se conocen ventas de carretera, hostales, gente en estaciones y gente que mira los atardeceres junto al río por no tener nada mejor que hacer.

Así siempre habrá un personaje que se vea obligado a trabajar en día feriado y compruebe con tristeza que los años lo vuelven gordo y lento, cuando en un pasado menos lejano de lo esperado era flaco y lento. Entonces decide cenar uvas con queso (que saben a beso) y vuelve de comprar (las uvas y el queso) por calles llenas de almacenes cerrados, cartones en las calles, fábricas abandonadas y coches mal aparcados. Como si fuera el polígono Navisa, se dice bolsa de Opencor en mano. Como si fuera un libro de Baroja.