lunes, 27 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (Epílogo)


la-chihpa-ar-manté (la de mi madre tiene mejor pinta)

 Desde que comencé la serie La Francia que conocimos nuevos recuerdos han ido emergiendo de ese pantano sombrío en el que se ha convertido mi memoria. Me iba a dormir y pequeños detalles ya olvidados me hacían despertar y agarrarme la cabeza con las manos mientras imploraba un: ay, Dios mío! O leía un libro cualquiera y alguna referencia a ese otro tiempo y aquel otro lugar detonaban cadenas de referencias que solían terminar con un recuerdo claro, preciso y extremadamente agridulce

 Recuerdo, por ejemplo, la Nochevieja con las botellas de Cordon Rouge y el especial de la TV. Alain Delon (a falta de reloj en la Puerta del Sol) bajaba unas escaleras armado de una maza que le servía para golpear en los 12 gongs que sostenían 12 señoritas que procedían entonces a mostrarnos sus 24 pechos. Nosotros (mis hermanos y yo) estábamos absolutamente maravillados por aquel espectáculo, decididos a pedir la nacionalidad francesa como fuera, mientras mi padre usaba su habitual comentario quita-tensiones-en-realidad-el-tenso-soy-yo que apelaba a lo natural del cuerpo humano femenino: pero si esto es lo más natural!! (al tiempo que acomodaba la huevada).

 También pasamos allí la Nochebuena, claro, visita de Papá Noel incluida. A mis 8 años, la creencia en Reyes Magos y Papá Noeles era más un ejercicio de autoengaño que otra cosa. Si no acababa de creer en Dios cómo iba a hacerlo en señores que escribían notas con la misma letra que la de mi padre (facilmente reconocible por seguir los estándares del dibujo técnico arquitectónico). He de reconocer, sin embargo, que aquella Nochebuena aquel pequeño positivista que era yo se dejó ganar por el ambiente navideño, la ilusión por celebrar la fiesta en un país extranjero y la parafernalia montada de manera magistral por Vicente (imitación de la voz de Papá Noel incluida mientras nos hacían esperar en el piso de arriba). Lo de menos fueron los regalos: unos walkie-talkies (entonces estaban de moda) y unos absurdos jerseys Made in Rumania que debían estar fabricados con algún material creación de la mujer de Ceaucescu (la reina de los polímeros) porque no había forma de destruirlos.

 Fue en Nochevieja o Nochebuena o Navidad o cualquier otro día cuando Conchita preparó un excelente Hachis Parmentier, plato frances a base de puré de patatas y carne picada (hachis=picado) y que mi madre haría suyo (no solo la receta sino todo él) bajo el nombre de la-chispa-al-mantel (pronúnciese la-chihpa-ar-manté) denominación a todas luces más apropiada. Y es que, como ya he dicho en algún momento, mi madre se empeñaba en decir que entendía mejor el francés que mi padre y, por tanto, a pesar de no haber estudiado ni saber cómo pedir la hora intervenía en cualquier conversación hablando en español confiada en que su superpoder era de dominio público (para qué después digan de la Torre de Babel). Así fue como unos poloneses (polacos franceses) vecinos de Vicente acabaron dando gracias a Dios por no haber elegido España como lugar donde asentarse tras una conversación a multiples bandas con mi madre, Conchita, mi padre, Vicente y un perro que pasaba por allí.

Y sí, aquella fue la Francia que conocimos. Volví años después, durante mi primer año en la universidad, a ver a Vicente y Conchita. Entonces vivían cerca de Dax, en el sur, y se les veía tranquilos, ya retirados. Más tarde, hace unos años, fuimos la Mona y yo a París. En mi lista de obligaciones una que intrigaba a la Mona: comer chispa-al-mantel. No cejé hasta encontrar un sitio donde poder hacer realidad aquella suerte de homenaje a Vicente, Conchita, mi madre, y, por qué no decirlo, yo mismo. Y es que, en realidad, de eso mismo va Concarrobe.

jueves, 23 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (V)

Es cierto que determinadas imágenes forman parte de uno, del propio mundo, desde que tenemos uso de razón. Son iconos, referencias, conceptos visuales que nos dan una concreta medida de nosotros mismos y de nuestro mundo, un sentido de individualidad que siempre está puesto en duda cuando uno es pequeño, apenas habla, y forma parte de una familia que lo protege, mangonea, mima y desatiende en diferentes proporciones. Hablo, por ejemplo (y el ejemplo soy yo mismo), del 7º de caballería, del Real Betis, de la Union Jack o la Torre Eiffel. Se es pequeño y algo tonto o se es pequeño y un pequeño erudito (como era mi caso) pero siempre se sabe que existe una construcción llamada la Torre Eiffel (Infiel para algunos). Y sí, ahora estábamos al fin a unas horas de verla.

Fue más difícil de lo previsto llegar al centro de París. Por entonces, España apenas contaba con rondas de circunvalación y hasta que mi padre consiguió dar con la salida (o entrada) correcta, parecimos un calco del gran Timoner, aquel pistard que se pasaba media vida dando vueltas detrás de una moto. Nos precipitamos pues sobre la ciudad y mi padre, atosigado, agobiado, asustado por la gran ciudad, urdió de manera subrepticia su plan maestro: ver París en 3 horas. Algunas de las señoras que aún me leen dirán que eso es imposible. Sin embargo, tengo testigos que pueden dar fe de tamaña hazaña. Lo primero era lo primero, y nos dirigimos a los Campos de Marte. No es difícil encontrar la Torre Eiffel en Paría, y sí, allí estaba. Mi padre aparcó y con nada disimulado apremio nos condujo al pie de la gran Torre. El día era grisaceo y poco acogedor, lo que hacía resaltar aún más el carácter amenazante de aquel entramado de hierros y tuercas. Eso debió pensar mi hermano Javier cuando a la pregunta de si queríamos subir (que mi padre expresó de su habitual modo: no quereis subir, no?) y antes de que Danié y yo dijéramos un SÍ!! más grande que Versalles, contestó con un rotundo-por-bajuno: no, me da miedo. Alta traición que aún no he perdonado puesto que con los años he desarrollado un absurdo temor a las alturas que me impide subir a estas alturas (viva la polisemia).

Nos hicimos, pues, una foto con la Torre al fondo que aún se conserva en algún album de tapas rojas. Unos niños encantadores y bien vestidos secuestrados por una pareja de turcos, o peor aún, refugiados kurdos. El bigote de mi padre deja en pañales al de Ocalan y mi madre parece que va a sacar la fregona de debajo del abrigo en cualquier momento. Lo he dicho ya y lo vuelvo a repetir: eramos un país pobre.

Nos montamos todos en el coche como en los finales de Benny Hill, a camara rápida y comenzamos uno de los más delirantes episodios en la historia del turismo familiar mundial. Recuerdo el Arco del Triunfo, la Ópera, Notre Dame, el Sena, el Louvre, Los Campos Eliseos, un gendarme dando instrucciones, una tienda y una bolsa con salchichón, queso, paté y una baguette, coches, los Campos Eliseos, el mismo gendarme, las Galerias La Fayette, el Arco del Triunfo (ah, pero hay dos? pregunta alguien), otra vez los Campos Elíseos, me suena ese gendarme... Fueron dos horas de continuo movimiento por las calles de París en un Simca 1200 que parecían varios. La gente nos veía pasar una y otra vez incapaces de encontrar la salida de aquella ciudad y el gendarme vio refrendada su idea de que los españoles eramos no solo los parientes pobres sino también lerdos que vivían en el sur.

Finalmente, mareados y deshechos, emocionados y avergonzados por igual, llegamos a una estación de servicio de las afueras donde comimos como lo que éramos: gitanos.

Era ya de noche cuando el coche aparcó delante de la casa de Vicente y Conchita. Sería nuestra última noche allí. A la mañana siguiente volvíamos a España. Hacer maletas, cenar ligero, mirar el cuarto en el que dormíamos por última vez, mirar por la ventana y tratar de distinguir en la noche el perfil de los árboles más cercanos, mirar por la ventana una oscuridad que se sabe distinta a la oscuridad nunca oscura de las ciudades del sur.

Salimos muy temprano, como mandan las ordenanzas paternas, y nos alejamos en silencio, caímos en silencio, nos dejamos llevar en silencio, hasta que como siempre mi madre comenzó a hablar y ya nadie paró hasta llegar a Sevilla.

domingo, 5 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (IV)


La memoria es un mecanismo que responde a reglas no demasiado claras. Por ejemplo, del viaje que nos llevó de Blois a Rouen no recuerdo nada. Recuerdo que entramos en nuestro destino aún de día, una iglesia, el comentario de mi padre sobre la muerte de Juana de Arco (que a niños poco impresionables como nosotros nos dejó bastante impresionados) y la llegada a la casa de Salvador. O quizá no fue así. Otra memoria paralela me dice que llegamos al atardecer, ya de noche, más bien, y decidimos ir a casa de Rafael, uno de los primos? tíos? de mi madre. Parecía ser el triunfador de todos ellos. Vivía en un barrio elegante. Nos detuvimos ante una casa con jardín. Mi madre bajó con la caja de mantecados La Estepeña (metida en una bolsa de El Corte Inglés) y se dirigió a la puerta de entrada mientras la veíamos desde el coche. En la secuencia que mi memoria conserva veo como llama a la puerta, como la puerta se abre, como sale una chica veinteañera a preguntar quién es. Hay una breve conversación. La chica nos mira desde la puerta. Al fondo se asoma un tipo con melenas rizadas y pinta sospechosa. Mi madre le deja los mantecados y vuelve al coche con expresión vaya-tela. Rafaé no está, dice, se ha ido a esquiá con la mujé. Siguió una retahila de improperios a la hija que apenas hablaba español, que tenía al novio metido en casa, que a saber lo que estarían haciendo, que no ha sido ni para invitarnos a pasar viniendo desde donde venimos, eso sí, quedándose los mantecados (y hasta yo pensé que peor hubiera sido rechazarlos)... y así hasta que llegamos, ahora sí, a casa de Salvador.

Puede decirse que Salvador era el más español de los familiares. Le recuerdo viniendo a casa de mi abuela en verano, pasándose a visitarnos, viendo el Tour de Francia con nosotros (defendiendo a los ciclistas franceses como Jeff Bernard frente a nuestro ídolo, el cansino y agónico Perico). Se había casado con una francesa rubicunda y norteña de gran corazón pero mínima higiene, y pudimos comprobarlo nada más llegar a la casa, grande y destartalada, en la que vivían ellos y sus 400 hijos. Solo el mayor, un profesor con pinta de hippy, hablaba español. Estaba también una chica algo mayor que mi hermano Javier, rubia y preciosa, que nos miraba con desconfianza (años antes, en una visita a nuestra casa, jugando, le habiamos metida una piedrecilla en el ojo sin querer y se veía (o no se veía) que aún se acordaba de aquello). Hicimos noche allí. En la TV echaban Siempre hace buen tiempo, el último y más oscuro de los musicales que componen la trilogía dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, nos dieron de comer una suela de zapato poco hecha con judias verdes de guarnición. Alrededor nuestra se paseaba un perro que se llamaba Cuzco y olía a paño húmedo. Nos alojaron en una habitación en el piso alto. Mi madre, como buena madre española, escrutó hasta el último rincón de la habitación para evaluar la limpieza del lugar. No hacía falta tanto. El lavabo tenía verdina. Las sábanas parecían haber sido usadas por un destacamento del ejército búlgaro durante los 4 años de la primera guerra mundial (curiosos pelos rizados a cada momento). La frase materna respondía a la imagen que aún años después nos consuela de siglos de atraso y complejo de inferioridad: qué guarras son las francesas! Aún así, aquellos enemigos del jabón nos acogieron en su casa, nos dieron un techo, comida, y algunos pelos. Y eso nunca lo olvidaremos.

La visita que cerró nuestro periplo normando tenía unos de esos nombres hispanos que dichos más allá de Irún nadie comprende: Socorro! La prima Socorro se había casado con un español y sin llegar al glamour de Rafael había conseguido una posición cómoda y menos espesa que la de Salvador. De aquella visita me vienen dos, tres detalles a la memoria: en la TV ponían una miniserie sobre Robinson Crusoe. Los hijos de Socorro eran un compendio de buenas maneras en la mesa. Cuando comían galletas apenas hacían ruido (nosotros pareciamos Triki de Barrio Sésamo). Una tía de mi abuela, viejísima, vivía con ellos. Tuvimos que darle un beso, lo que se me antoja el momento menos agradable del viaje.

No sé que fue de ellos. Solo Salvador se dejó caer por Sevilla, como ya he dicho. Sé también que murió. También murió Rafael, de un infarto. Puede que más de uno haya muerto. Un hijo de Salvador fue jugador de fútbol y llegó a jugar en la segunda división francesa. Nunca supe como se llama o llamaba. El hijo hippy vino a España con una novia rubia y poderosa. Mi abuelo la llamaba la leona (y se lo llamaba delante del chaval, qué cosas). Estuvieron en nuestra casa también. Él y la leona. Puedo decir, y a veces digo, que tengo familia en Francia. Pero sería más correcto decir que tuve familia en Francia y ya no la tengo.

De vuelta a Blois, a casa de Vicente, mi padre dijo que pasaríamos por París para que lo conociéramos. Y aquellas benditas palabras justificaron por si solas los escasos 8 años de vida rara que me habían sido otorgados.