jueves, 23 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (V)

Es cierto que determinadas imágenes forman parte de uno, del propio mundo, desde que tenemos uso de razón. Son iconos, referencias, conceptos visuales que nos dan una concreta medida de nosotros mismos y de nuestro mundo, un sentido de individualidad que siempre está puesto en duda cuando uno es pequeño, apenas habla, y forma parte de una familia que lo protege, mangonea, mima y desatiende en diferentes proporciones. Hablo, por ejemplo (y el ejemplo soy yo mismo), del 7º de caballería, del Real Betis, de la Union Jack o la Torre Eiffel. Se es pequeño y algo tonto o se es pequeño y un pequeño erudito (como era mi caso) pero siempre se sabe que existe una construcción llamada la Torre Eiffel (Infiel para algunos). Y sí, ahora estábamos al fin a unas horas de verla.

Fue más difícil de lo previsto llegar al centro de París. Por entonces, España apenas contaba con rondas de circunvalación y hasta que mi padre consiguió dar con la salida (o entrada) correcta, parecimos un calco del gran Timoner, aquel pistard que se pasaba media vida dando vueltas detrás de una moto. Nos precipitamos pues sobre la ciudad y mi padre, atosigado, agobiado, asustado por la gran ciudad, urdió de manera subrepticia su plan maestro: ver París en 3 horas. Algunas de las señoras que aún me leen dirán que eso es imposible. Sin embargo, tengo testigos que pueden dar fe de tamaña hazaña. Lo primero era lo primero, y nos dirigimos a los Campos de Marte. No es difícil encontrar la Torre Eiffel en Paría, y sí, allí estaba. Mi padre aparcó y con nada disimulado apremio nos condujo al pie de la gran Torre. El día era grisaceo y poco acogedor, lo que hacía resaltar aún más el carácter amenazante de aquel entramado de hierros y tuercas. Eso debió pensar mi hermano Javier cuando a la pregunta de si queríamos subir (que mi padre expresó de su habitual modo: no quereis subir, no?) y antes de que Danié y yo dijéramos un SÍ!! más grande que Versalles, contestó con un rotundo-por-bajuno: no, me da miedo. Alta traición que aún no he perdonado puesto que con los años he desarrollado un absurdo temor a las alturas que me impide subir a estas alturas (viva la polisemia).

Nos hicimos, pues, una foto con la Torre al fondo que aún se conserva en algún album de tapas rojas. Unos niños encantadores y bien vestidos secuestrados por una pareja de turcos, o peor aún, refugiados kurdos. El bigote de mi padre deja en pañales al de Ocalan y mi madre parece que va a sacar la fregona de debajo del abrigo en cualquier momento. Lo he dicho ya y lo vuelvo a repetir: eramos un país pobre.

Nos montamos todos en el coche como en los finales de Benny Hill, a camara rápida y comenzamos uno de los más delirantes episodios en la historia del turismo familiar mundial. Recuerdo el Arco del Triunfo, la Ópera, Notre Dame, el Sena, el Louvre, Los Campos Eliseos, un gendarme dando instrucciones, una tienda y una bolsa con salchichón, queso, paté y una baguette, coches, los Campos Eliseos, el mismo gendarme, las Galerias La Fayette, el Arco del Triunfo (ah, pero hay dos? pregunta alguien), otra vez los Campos Elíseos, me suena ese gendarme... Fueron dos horas de continuo movimiento por las calles de París en un Simca 1200 que parecían varios. La gente nos veía pasar una y otra vez incapaces de encontrar la salida de aquella ciudad y el gendarme vio refrendada su idea de que los españoles eramos no solo los parientes pobres sino también lerdos que vivían en el sur.

Finalmente, mareados y deshechos, emocionados y avergonzados por igual, llegamos a una estación de servicio de las afueras donde comimos como lo que éramos: gitanos.

Era ya de noche cuando el coche aparcó delante de la casa de Vicente y Conchita. Sería nuestra última noche allí. A la mañana siguiente volvíamos a España. Hacer maletas, cenar ligero, mirar el cuarto en el que dormíamos por última vez, mirar por la ventana y tratar de distinguir en la noche el perfil de los árboles más cercanos, mirar por la ventana una oscuridad que se sabe distinta a la oscuridad nunca oscura de las ciudades del sur.

Salimos muy temprano, como mandan las ordenanzas paternas, y nos alejamos en silencio, caímos en silencio, nos dejamos llevar en silencio, hasta que como siempre mi madre comenzó a hablar y ya nadie paró hasta llegar a Sevilla.

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