viernes, 31 de diciembre de 2010

Los Largos Años

Se me olvidaba: Feliz Año
Una oficina vacía en la tarde del 31 de Diciembre no parece más que un decorado poco exigente. El silencio electrónico funciona como enmascarador de la desolación alrededor. No hay actores que puedan llenar esta escena y  uno vagabundea sin demasiado interés entre mesas y ordenadores y papeles que parecen llevar abandonados más de una tarde. Como si hubieran pasado siglos desde que el último teléfono sonó o la última tecla fue presionada.Una bella anticipación de lo que algún día quizá llegue: una tierra sin hombres al fin.

Encantado con estas visiones me vuelvo a sentar frente a la pantalla y echo vistazos a los ventanales del otro lado. Un cielo pizarroso y húmedo que parece llegado de mi infancia. Son todos los años pasados y todos los que me gustaría pasar, así, de una sola tacada, sin tener que vivirlos. Estoy tan vacío de cualquier contenido que la simple idea de mantenerme entero, como una unidad, se me antoja delirante e improbable.

Los largos años. Demasiado tiempo para no tener nada más que decir u ofrecer. Una serie de TV sin fin, con un mismo actor interpretando diferentes personajes siempre secundarios: un niño que pasa frío en una desvencijada clase del colegio Funcadia, ese otro que ensaya una obra de teatro de los Alvarez Quintero en la parroquia del barrio, un pre-adolescente que viste camisas rosas y lleva unas gafas propias del primer Elvis Costello, un joven alto y extremadamente delgado que se estira de manera ridícula para salir en las fotos, otro joven alto, extremadamente delgado y extremadamente triste que se niega a salir en una foto al grito de "estos no son mis amigos"...

Sí, son años demasiado largos. Son demasiados años.

martes, 14 de diciembre de 2010

Poema de Navidad: Reinterpretación de un antiguo Cristianismo




[ Poema de Navidad: Reinterpretación de un antiguo Cristianismo ]


En un país sin religión y por tanto sin Dioses
Pocas cosas puedo desear más que volver a esa tierra de Griegos y Turcos
Y Armenios que viajan días y noches sin destino
Que paran a ver un reflujo de corrientes que se parece a la historia
Y que observan en la lejanía una boda a orillas del Mar Negro

Cantan las mismas canciones de antes del verbo
En esa tierra de santos ya desaparecidos y tradiciones olvidadas
Como el llamado Nicolás en la perdida Capadocia
O aquel otro cuyo nombre ya olvidé
Por dejar mi libro junto a las cosas que creí prescindibles

Las escrituras están en lo cierto: ocurrió hace mucho tiempo
Tanto que nada de lo que os digo os podría conmover
Como a nadie conmueven las tiendas que se cerraron en ciudades que no conocimos
Las historias de la gente que ni siquiera podemos imaginar
Las religiones que se formaron, impusieron y luego murieron

Y en realidad esa es la única razón de la Navidad
Servir de recordatorio de un tiempo y unos Dioses muertos
Reemplazados por otro Dios muerto que volvió a vivir para dejarse morir
Que inició un reinado en la tierra que se creía sería celestial
Y fue lo más terreno y vulgar que en estos lugares se llegó a conocer

Mientras tanto, mi pequeño Armenio sigue caminando
De Este a Oeste, buscando un sol que declina
Una idea que nadie podrá volver a reconstruir
Un mundo de absolutos y nacimientos y resurrecciones
La propia idea de Fe y Salvación

Somos, en definitiva, lo que nuestros Dioses quieren que seamos
Quienesquiera que sean o como quieran llamarse
Enlatados, a plazos, de 8 o 16 GB, en blanco, negro o marfil
Con dos años de garantía y seguro contra robo
Y una funda de regalo para evitar desperfectos

Somos en definitiva aquello que queremos ser
Ahora que sabemos que Dios no existe
Aunque cada 24 de Diciembre volvamos a nacer
Aunque los Armenios no hayan dejado de caminar
Y aunque las bodas a orillas del Mar Negro se sigan celebrando

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Delerue, Jaubert y yo mismo

Haciendo de notario en Les Deux Anglaises...
Mientras en España los directores del Nuevo Cine Español (aquel invento franquista que tan buenas pelis dio) nos maltrataban musicalmente al dar los trastos de componer a los más serios representantes de la música seria contemporánea (Monsalvatge, De Pablos...), en Francia, los directores de la Nouvelle Vague, huían de la cacharrería postmoderna y buscaban un sonido más armónico, de raices barrocas o clásicas, levemente impulsadas a cierta nostalgia parisina en algunos casos. Erán las músicas de Michel Legrand, Philippe Sarde, Antoine Duhamel, y sobre todo Georges Delerue.

De él poco puedo decir. Que sufría escoliosis (claramente visible en su chepudo perfil). Que estuvo a punto de no llegar a dedicarse a la música por culpa de un perverso e ignorante profesor de conservatorio. Lo habría suspendido y expulsado de no haberse producido un maravilloso suceso. La noche antes del examen el profesor murió, lo que hace que me reafirme en una de mis máximas menos aplaudidas: es bueno que los malos mueran. Que antes de escribir para el cine escribió música para el teatro. Que admiraba a Truffaut. Que fue capaz de trabajar y querer a directores tan dispares como el propio Truffaut, Ken Russell u Oliver Stone. Que quizá su trabajo más memorable sea la banda sonora de Le Mepris (JL Godard), una especie de bucle sonoro que llama a ese otro bucle inmemorial y eterno que es la Odisea de Homero. Que Scorsese le homenajeó en Casino. Que Wes Anderson (tan irritante y con tan buen gusto) usó dos de sus más grandes composiciones (Le Grand Choral de La Nuit Americaine y Une Petite Ile de Les Deux Anaglaises et Le Continent) para su última peli de muñequitos...

Delerue, como compositor de películas, tuvo un precursor durante la gran explosión (previa a la Nouvelle Vague) del cine francés, el periodo de entreguerras. Su nombre era Maurice Jaubert. Jaubert pasa por ser uno de esos talentos malogrados por la guerra (en este caso la 2ª Guerra Mundial) con solo 40 años murió en el frente. La precocidad parecía ser su sino. Fue el abogado más joven de Francia en su momento para poco después dejar el derecho y entrar en la historia del cine musicando las grandes películas de Vigo, Clair, Duvivier, Carne... Truffaut admiraba la música de Jaubert y encargó a Delerue que usara sus temas para algunos de sus filmes más representativos de los 70 (La Chambre Verte, Adele H, L´argent de poche, L´homme qui amait a les femmes). También en esto Delerue era generoso.

Son ya varios días tarareando Une Petite Ile. Más allá de la escena, el travelling sobre la barca, Leaud y Kika Markham solos y enamorados en aquella improbable isla, se trata de la música, de la emoción abstracta y a la vez sucia de la música. Por desgracia, no todo es tan abstracto y puro en mi vida. Aunque si mucho más sucio. Ayer leí que el Premio Nacional de Música era para una tal Elena Mendoza. Vi que era de Sevilla. Me sonaba el nombre. Vi su foto y la reconocí. Había sido compañera mía en el Instituto Velázquez. Y sólo pude sentir una cosa: envidia. Envidia. Una envidia ponzoñosa. Agriada por el sentimiento de fracaso y tristeza que me produce saberme un contable anónimo y maltratado en una ciudad ajena y estúpida. Ni siquiera una de esas envidias sanas de las que se jacta la gente.Una envidia poderosa y con un único destinatario: yo mismo. Porque no se trata de una envidia que pretenda el mal para los otros. Los otros no existen salvo como figuras abstractas (esta vez sí) que detonan el sentimiento y poco más. Pero el sentimiento está ahí y dice una y otra vez lo mismo: fracaso. Es una envidia de mis propias proyecciones y ensueños. Una envidia que empieza y acaba en uno mismo.

Así, como comprendereis, es difícil dormir.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Nada que decir

El arte de Andrei Rubliov
Una sala de convenciones o conferencias o como quieran llamar a ese espacio enmoquetado lleno de sillas y con un escenario al fondo. Una gran pantalla y los inevitables slides que van pasando (los minutos no lo hacen). Me siento enfermo y contengo la tos. Un sueño invencible. Quizá fiebre. Los típicos chascarrillos de los jefes alemanes, siempre tan medidos y poco graciosos. Personajes que se mueven entre la arrogancia y el despotismo y que consiguen hacernos creer en el esencial absurdo de todo lo que nos rodea. Explicaciones técnicas, admoniciones y críticas, felicitaciones varias, más chistes, un agujero negro de aburrimiento e infracomunicación, preguntas y respuestas. Busco un modo de evadirme del convoy-conferencia, como un cuatrero hecho prisionero por un grupo de peregrinos mormones y sádicos (muchas veces son lo mismo). Recuerdo,  pues, mis obligaciones del día, las obligaciones de mañana. Comprar El Mundo (El Cultural de los viernes). Comprar Público (Sacrificio de Tarkovski de regalo). Sa-cri-fi-cio. Me demoro en la palabra, en mi sacrificio, en mi propia vida.

Todas las películas de Tarkovski que vimos siendo adolescentes. Aquellos rusos en actitud plañidera. Dios en la casa, siempre presente. Mi hermano Daniel como un pre-adolescente relleno y perplejo. La gravedad de aquellos años y aquellas películas. Ese afán serio por ser serios. No más risas infantiles. Stalker, Solaris, La Infancia de Iván, Andrei Rubliov.... La última escena de Andrei Rubliov, los iconos llenos de color. Esculpir en el Tiempo y la frase de Mijail Romm: mientras fui un fracasado... La redención que nunca llegó.

Hoy volveremos a cenar al bar de Rafaé, uno de esos señores que miran y escuchan con la boca semiabierta y las gafas semicaídas, como hacía mi abuelo, como a veces hago yo. A pesar del pelo largo, las gafas, el aire demadejado que quiero darme, me parezco a mi padre cada vez más. Y del mismo modo, acabaré pareciéndome a mi abuelo, con su  continuo despiste, su sonrisa desarmante y el esperar siempre la hora de la comida. Mi abuelo conminándome a leer Platero y Yo por el simple hecho de que la Caja San Fernando le había regalado el libro y alguien debía leerlo. Platero es suave...

Como si fueran fantasmas o espectros condenados a vagar por este edificio, las limpiadoras y las jardineras entran y salen de las oficinas mascullando inaudibles saludos. Las limpiadoras extranjeras y las jardineras catalanas. Los contables filipinos y los jefes españoles. Y entre todos ellos un silencio electrónico hecho a base de impresoras y ordenadores en constante alerta, comunicándose por escaleras interiores y ciegas, de una planta a otra, de un color a otro. Los trabajadores nocturnos dejan pasar su tiempo.

El día terminará, pues, entre invocaciones a la enfermedad y quejas de clientes. Un nuevo día. Otro día que nos acerca aún más a un fin indeterminado, confuso, sin brillo. El único gesto consiste entonces en jugar como si nos fuera la vida en ello. En hacer que el portero suba a rematar el corner. En bajarse los pantalones en medio del campo, a lo Luis Aragonés. En acumular delanteros. Consiste, en suma, en hacer todo esto aún sabiendo que el partido está perdido, que siempre estuvo perdido. Y luego, ya en casa, como Robinson Crusoe, buscaremos dormir y vivr entre los restos de este naufragio.

martes, 9 de noviembre de 2010

Universos Alternativos


Una cadena causal y las consecuencias que a su vez tiene en otras cadenas que determinan el curso seguido por nuevas cadenas que acaban mezclándose con las primeras cadenas para dar lugar a nuevas cadenas que retroalimentan y alimentan a toda cadena que tenga a su alrededor (y eso que no hablo de las cadenas de plata que llevaban mis primos más periféricos). La vida, pues, es algo así, un conglomerado de decisiones que propicia nuevas decisiones y genera diferentes consecuencias y actos. Un cambio en cualquiera de estas decisiones habría dado lugar a una nueva secuencia de actos, decisiones y secuencias subsiguientes. El resultado de esta amalgama es lo que ya vemos y sentimos y sufrimos cada día: el mundo tal y como lo conocemos. Un cambio en cualquiera de los actos y decisiones pasados habría dado lugar a otra realidad: el mundo tal y como no llegamos a conocerlo. El mundo que no fue. Y la pregunta es: Y si dicho mundo realmente existiera? Y si tuviéramos acceso al mismo? Entonces la respuesta es simple: ciencia-ficción.

Esta foto tiene como único propósito que Pablo lea el blog
 (Dunham de Fringe)



El Obispo Berkeley

                                                                                                                                                                 El gusto por los universos paralelos no es algo nuevo ni inventado por el señor JJ Abrams. Lo que en Fringe ha salvado una serie que naufragaba (y no me refiero solo al look de Dunham) y en Lost nos dió la impresión de ser un truco de tres al cuarto ha ocupado la imaginación de literatos y filósofos a lo largo de la historia. Claro está, serían filósofos alejados de aquellos positivistas del Círculo de Viena que veían en la metáfísica una rama más de la literatura fantástica, aunque alguno de ellos vista nombre de primer nivel (estos juegos ayudan muchas veces a encontrar verdades menos disparatadas). Uno, por ejemplo, era el Obispo Berkeley, que allá por el siglo XVIII y en pleno arrebato de idealismo subjetivo se veía incapaz de afirmar que nuestro mundo realmente fuera el mundo que creemos es y ha sido. Así decía que nada impedía que el mundo (incluidos nosotros) hubiera sido creado un segundo antes y todo el conjunto de recuerdos, toda la historia,  fuera parte de esa repentina creación. Argumentos que Hume consideraba no refutables pero poco convincentes, y que abrían el camino a toda una tradición de universos superpuestos, solapados o alternativos con el único límite de nuestra imaginación. Uno de lo mejores en crear estas aventuras fue Borges (y Bioy!).

Son precisamente Borges y Bioy los que protagonizan Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el cuento que escribió el primero y en el que siguiendo la pista de un artículo que solo parece existir en una única edición de la Enciclopedia Británica llegamos a la creación de un mundo paralelo imaginario por parte de una sociedad secreta. Un universo que aún sin existir, gracias a la atracción que produce en la población, acaba imponiéndose sobre la auténtica realidad, de una manera no solo psicológica sino también física, siguiendo (en un giro muy borgiano) las propias leyes naturales de Tlön: idealismo berkeleyano.

Más directamente relacionado con la introducción de esta entrada está el cuento de Bioy La Trama Celeste. Aquí, por azar, y como consecuencia de ciertos manejos realizados con un avión de pruebas, el protagonista aterriza en un Buenos Aires de un mundo en el que nunca existió gales o Cartago venció a Roma. Más allá del sustrato filosófico (como suele ocurrir con Borges) el interés del cuento reside en las implicaciones erótico-sentimentales que la nueva realidad tiene para aquellos que saben de su existencia (la mujer que se nos resiste en un mundo nos adora en el otro).

P.K. Dick dibujado por Robert Crumb. Un hombre que estaba
como una auténtica chota
Pero quizá, y más allá de la poderosa calidad literaria del tandem Borges-Bioy (que buscaron esta idea en otras narraciones) el autor que quizá más cerca se encontró del concepto de universo paralelo fue Philip K. Dick. Y lo fue precisamente porque el mismo creyó vivir en un universo paralelo e inoculado en función de oscuros designios.Philip K. Dick es un aspirante a escritor, no demasiado bueno, tímido, que vive con su mujer. Un día se levanta de noche para ir al baño. Entra en el cuarto de baño y hace el movimiento de encender la luz tirando de una cadenita que cuelga de la lampara. Perplejo se da cuenta de que en su baño hay un fluorescente que se enciende con un interruptor adherido a la pared. La impresión es definitiva. Piensa que su creencia no es accidental. Que de algún modo hay otro Philip K. Dick que enciende de ese modo la luz de su baño. Que quizá ese Philip K. Dick es el real y el mundo que él ha creido como real no es más que una ilusión creada por el... estado? una divinidad caprichosa? Escribe entonces El Hombre en el Castillo, donde de manera difusa y confusa juega con la opción de que la población de los USA sea convencida de vivir en un mundo donde los nazis y los japoneses son los vencedores (la novela se recrea en la fantasía metahistórica y toca de refilón el tema de los universos alternativos). Más clara será la referencia en Ubik, donde llegado cierto momento, un grupo de cosmonautas pierde a uno de sus miembros. Cuando todos se han resignado a la muerte del amigo, encuentran un extraño mensaje que les dice: Yo estoy vivo y vosotros estais muertos, lo que reduce vida y muerte a dos universos paralelos de cuya preminencia nunca podemos estar suficientemente seguros.

Y de este modo decido terminar una entrada sobre universos paralelos sin hablar de Regreso al Futuro o Mátrix, lo que me llena de tristeza en el primer caso y de alegría en el segundo.


jueves, 4 de noviembre de 2010

Pre-Raphaelites

Pero quiénes son estos Prerrafaelitas?


Isabella - un gran Millais. Atención a la patada que le da al perro

 Sabemos que unos jóvenes en Inglaterra, mediado el siglo XIX, formaron una hermandad pictórico-literaria (más pictórica que literaria en un principio y más literaria que pictórica al final) para reclamar un cambio en la pintura que se llevaba en la Inglaterra del momento. Le llamaron la Pre-Raphaelite Brotherhood y tenía carácter secreto. En un principio fueron tres: Dante Gabriel Rosetti, John Everett Millais y William Holman Hunt, pero pronto se les unieron muchos más. Abogaban por el regreso a la pintura del primer renacimiento, adoraban todo lo medieval, odiaban el barroco, odiaban a Rafael y la pintura que le siguió, odiaban los fondos indeterminados y las esquinas sin definir, odiaban la falta de naturalismo, creían en la precisión extrema, en la precisión a la hora de pintar cada elemento del cuadro, buscaban colores poderosos y vivos, como los de un códice medieval, eran partidarios de las perspectivas rudimentarias y de la exactitud en los detalles. Eran, por decirlo de algún modo, una primera vanguardia basada en lo deliberadamente arcaico.


Ophelia o como matar a la modelo de una pulmonía

Firmaron sus primeros cuadros con las iniciales P.R.B (Pre Raphaelite Brotherhood), cuyo significado se convirtió en un enigma (Dante Gabriel Rosetti decía que era un acrónimo de "Pennis Rather Better") y los inicios no fueron fáciles. Pocos apoyos tuvieron, pero alguno tan poderoso como el de John Ruskin, aquel crítico de arte, arquetipo victoriano, precursor (como los prerrafaelitas) del esteticismo de fin de siglo (Wilde, Pater) y creador del llamado estilo mandarín (el arte por el arte). Un señor que adoraba las rocas y los torrentes y se empeñaba en medir la grandeza de los pintores por su capacidad para pintarlas. Fue él el primero en acoger en su seno a los prerrafaelitas, y en concreto a Millais, el más dotado del grupo, por desgracia la jugada le salió mal y no solo Millais acabó cambiando de patrón estético sino que le robó la mujer, la bella Effie Ruskin. Para mayor escarnio, y ante la ausencia de divorcio en la época, Effie acusó a Ruskin de no haber consumado el matrimonio (6 años desde la boda), lo que quedó demostrado ante el tribunal a pesar de los intentos de Ruskin de mostrar en vivo y en directo que no era impotente. Quizá fue aquel arrebato romántico de Millais el que acabó por frustrar una carrera prometedora. 10 o 12 hijos después acabó pintando esos niños con mofletillos que las madres compraban para adornar los cuartos de sus criaturas, algo bastante alejado de los magníficos Isabella (sobre un poema de Keats) o el famoso Ophelia (sobre Shakespeare) y donde estuvo a punto de matar a la bella Elizabeth Siddall, musa del grupo y pasión de Rosetti, al hacerla posar metida en una bañera en pleno invierno. Las estufas que calentaban el agua se estropearon y Lizzie, obediente, no dijo nada. La neumonía que cogió acabó por lastrar su salud por el resto de sus cortos y drogados días (volveremos sobre ella más tarde).

Apate de Millais, el otro pintor-pintor del grupo era Holman Hunt, un self made man con querencia por pintar ovejas (veanse The Hireling Shepherd o Our English Coasts, precursor del cartel turístico). Obsesionado por las trascendencia moral de la pintura y con un extraño sentido de la religiosidad, decidió que no podía pintar sobre la palabra y obra de Jesucristo sin conocer de primera mano los escenarios por los que se movió (esa manía con el detalle naturalista), lo que acabó llevándole a Palestina y a perpetrar (en su estilo ovino-caprino) uno de los más horrorosos cuadros que se recuerdan (parece que la experiencia en tierra santa no le valió de mucho): The Scapegoat. Señalar que la pintada fue la segunda cabra ya que la primera se murió y (según testigos) se la comió.

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Our English Coasts - Delirio Inglés de Holman Hunt
The Scapegoat - Delirio Palestino de Holman Hunt
La trinidad de hermanos fundadores prerrafaelitas se completa con el más famoso de todos ellos, el ideólogo, más poeta que pintor y absoluto animal freak de la época: Dante Gabriel Rosetti. Su atrayente nombre le viene de su padre, un refugiado italiano que acabó dando clases de italiano en Oxford, y de su padre también parece venirle el gusto por la Cosa Nostra, por el carácter de hermandad, sociedad secreta y familiar (sus hermanos fueron admitidos como miembros poco después). No destacaba Rosetti por su excelencia pictórica, pero quizá sea él quien con más determinación defendió el ideal prerrafaelita (aunque solo fuera, como dicen algunos, para buscar soluciones medievales a su falta de pericia). Lo que es seguro es que sus cuadros, con su deriva tardomedieval/prerrenacentista, su perspectiva hecha a base de bloques de imágenes superpuestos y sus exquisitos temas de amor y muerte (con Dante y Beatriz como mejores intérpretes) nos dicen casi todo lo que queremos saber sobre el prerrafaelitismo. Incluso un cuadro como Beata Beatrix, tan difuso en los fondos, respira la espiritualidad única de lo prerrafelita.



Atención al fuego en los pies de San Gabriel
nunca se dibujo algo peor. Por lo demás el cuadro
es excelente. Puro prerrafaelitismo
 
La historia de Rosetti, sus cuadros y sus poemas, está conectada sin duda a la de Elizabeth Siddall (la ya mencionada Lizzie), una tendera joven, bella, autodidacta (leyó su primer poema, algo de Tennyson o Keats, en un papel que envolvía un trozo de mantequilla y desde entonces no pudo dejar de pensar en algo llamado poesía) y descubierta por Deverell (otro de la Hermandad), quien comprando con su madre la vio en el mostrador y quedó impresionado por la belleza espiritual de Lizzie. Poco después paso a ser modelo de los principales pintores de la Hermandad, aunque pronto, Rosetti, imponiendo sus galones la hizo su única musa, amante y permanente prometida. Se convirtió también en su maestro, y le enseñó pintura, literatura, y todo lo que nunca había podido saber envolviendo manteca y vendiendo bacon. Sin embargo, pronto las cosas se fueron torciendo. Ella abortó, el no se casó, ella se volvió adicta al laúdano el ya lo era al cloral, ella cayó gravemente enferma, el veía que su familia no la aceptaba (ni siquiera la hermana poeta Christina Rosetti, cruce entre Emily Dickinson y Emily Bronte y autora de poemas navideños tan conocidos en UK como In the Bleak Midwinter), ella cayó en una depresión, el se desenamoró.

Finalmente, Elizabeth Siddall acabaría sucidándose con una sobredosis de laúdano. Poco antes se habían casado al fin Rosetti y ella (estaba tan enferma que tuvo que ser llevada en volandas al altar). Quizá cargado con la culpa o realmente devastado, Rosetti enterró junto a Lizzie la única copia de todos sus poemas (los cubrió con los largos cabellos de su amada). Sin embargo, 9 años después, tras un bloqueo pictórico, y consciente de que su carrera era la poesía, consiguió permiso para exhumar el cuerpo de Elizabeth Siddall y recuperar el cartapacio con sus poemas. Lo hizo un amigo (para eso está los amigos, claro) que comentó el sorprendente buen estado de Lizzie (Beata Beatrix!) y como su pelo había crecido tanto que no había modo de encontrar los poemas. Así pues llegaron a manos de Rosetti, llenos de pelos de su amada.

La Bella Siddell - Beata Beatrix

El absuso del alcohol y del cloral acabó con la vida de Dante Gabriel Rosetti, años después, decepcionado por el poco éxito de sus poemas y el lento olvido al que parecían ir destinados los prerrafaelitas. Y será, no obstante, este movimiento pictórico el que a través de seguidores o interpretes de las ideas originales preanunciará nuevas aventuras estéticas como el Art Nouveau, o a través de la confrontación de los principios básicos del mismo permitirá la afirmación de las vanguardias más abstractas y más alejadas del esteticismo victoriano. De todos modos, y al igual que algunos pensamos que en el fútbol lo más interesante no pasa en el terreno de juego, la pintura, los libros, el arte en suma, no son nada sin la gente y las vidas de la gente que los hacen posible.

miércoles, 27 de octubre de 2010

When I´m Five

Con 4 años vivo en una aldea de pescadores. El Rompido. Tenemos un ático en la única urbanización del pueblo. La terraza es gigantesca y a mi aún me lo parece más. Hasta entonces he tenido el pelo rizado y muy rubio. De un día para otro el pelo se alisa. Mi madre me peina con flequillo (y ya siempre estaré así peinado). Sigo siendo muy rubio. Mi padre trabaja en Huelva. Va y viene. Le veo poco y le recuerdo aún menos. Lleva bigote y le tengo miedo. Algunas noches me monta en sus rodillas y se pone a cantar Ay Susana! como si yo fuera un cow-boy y persiguiera  a los indios. Mi hermano pequeño está allí, con nosotros, pero aún le veo como algo sin identidad ni interés. Tiene 1 año y no habla. Mi madre se aburre. Ha pasado de vivir en una gran ciudad a codearse con señoras de pescadores que parecen portuguesas. Echa de menos a las vecinas, las tiendas, los coches, los bares... Mi padre se pasa todo el día trabajando. Está sola. Un día viene el técnico de la lavadora y le echa los tejos a mi madre. No recuerdo nada de aquello.

Mi padre adora El Rompido. Sale a la terraza los sábados y agita los brazos y respira como si hiciese ejercicio. Yo miro alrededor y mi realidad, la que recuerdo, parece sacada de una pintura prerrafaelita: nitidez en cada detalle, colores brillantes, falta de perspectiva, ni un solo rincón en sombras. Soy yo solo. Ni un solo niño más en la urbanización. Mi hermano Javier vive con mis abuelos. Lo imagino por las tardes comiendo leche con galletas y viendo la Tele. Mi TV tiene 9 pulgadas. No se ve nada allí. Además no sé qué se puede ver. No sé nada del mundo y mis padres no me ayudan a saber más. No voy a la guardería, no voy al colegio. Tengo una bolsa de juguetes que dejaron los anteriores inquilinos. Tengo un cochecito a pedales con el que doy vueltas a la terraza. Mi abuela me ha traído unos tebeos que no entiendo.

Los fines de semana hay otro niño. Tiene una máscara de Mazinger-Z y los famoso puños. Dice puños fuera y los lanza hacia delante. Es de Sevilla, como yo. También está el hijo del guarda. Tiene cara de pobre. Arañazos, sonrisa desdentada. Es de mi edad y no parece muy listo. Se come las uñas de manera salvaje. Una tarde de verano me voy a jugar con él. Salgo de casa mientras mis padres duermen la siesta. Mi padre viene a buscarme después y me pega por haberme escapado.

Estoy solo y hablo poco. Me acostumbro a no hablar. Busco un modelo de comportamiento. Mitifico a mi hermano mayor. Cuando nos reunimos con él siempre voy a su lado. Hago lo mismo que él hace. Mi hermano dice que parezco un mono. Todos me llaman el mono. Ya entonces me llaman así. Mi cuarto se Sevilla permance igual que cuando me fui. Comprendo lo que es la nostalgia por algo perdido.

En el verano la urbanización se llena. Tenemos vecinos. Hay un niño muy pequeño, su madre y su padre, un hombre con gafas que sonríe y se llama Pepe. Mi hermano está ya con nosotros. Mi hermano me explica todo aquello que no sabía: qué es el fútbol? somos del Betis? qué es el colegio? Él me educa a su imagen y semejanza: temeroso de la ley. Nos mudamos.

Huelva es como una ciudad de hace 40 años. Lo sé a pesar de tener solo (ya) 5. Paseo con mi madre y veo muchos carteles pegados a las paredes con la cara que sonríe de nuestro vecino Pepe. Quiere ser alcalde, dice mi madre, y lo dice sabiendo que nunca lo será. Yo voy al colegio. El primer día nos dan unos objetivos claros. Aprender las letras y los números. Leer y contar. Es un colegio de niños y niñas en clases separadas. Los recreos son también separados. Cuando nosotros estamos en clase las niñas juegan. No hay felicidad simulatánea entre hombres y mujeres. Al final de la primera semana mi madre me compra la Cartilla para aprender a leer (he insistido durante todos los días a todas horas). El viernes por la tarde voy con la Cartilla a mi hermano Javier y le digo: enséñame a leer. Aprendo aquella misma tarde y paso todo el fin de semana leyendo los tebeos acumulados. Nunca nada me ha vuelto a parecer tan fácil. Y nunca, como entonces, me he vuelto a sentir tan intensamente persona.

jueves, 21 de octubre de 2010

Geeks (parte 2) Allegro

....conforme nos aproximábamos una palabra me venía a la cabeza: aquelarre. Aquellas formas entraban y salían del local con una disposición que llamaría ebria si no fuera porque la mayoría eran abstemios. Qué les hacía pues comportarse de aquel modo? La sensación de grupo, de no ser los apestados por una vez, de haber vencido a las filas de lo convencional por el lado pantanoso de lo grotesco. Nos miramos y nos sumergimos en la corriente que se venía hacía nosotros como el personaje de Poe en el maelström, a la espera de que nos disparara finalmente a cualquier otro lugar.

Allí estaban los habituales, nuestros amigos (qué cosas): Morón, Arenas, el primo... Algún que otro compañero de facultad, las mujeres, reducidas a la Belga, que hacía el papel de musa algo desvencijada del grupo (nunca supe porque la llamaban así), y la hermana de Arenas, una señora que había terminado Derecho en 4 años, opositora desde entonces y absoluto animal freak. En el interior, en un escenario se encontraba el supuesto protagonista del corto, que además oficiaba de humorista semiprofesional con imitaciones que no pasaran a la historia del humor pero sí del dolor. La de Matías Prats (padre) es la única que mi terapeuta me deja recordar (por eso de cauterizar la herida). Me sorprendió ver a dos hermanas casi gemelas que repartían algo parecido a un programa de mano , y digo me sorprendió porque eran guapas. Pedí una cerveza y me dieron un botellín minúsculo a precio de oro. Tampoco el alcohol iba a ser una salida. Me senté y a mi lado se colocó un chaval con pinta de haber matado y disecado a su madre. "Hola, tu eres amigo de Jose, no?". "Sí", tremolé. "Yo he hecho la música". "Ah". "He intentado darle un toque minimalista". "Qué bien", dije. "Un poco como Michael Nyman". Modesto el chaval, pensé. Fue entonces cuando la sala se oscureció, y sin previo aviso comenzó Inma Felisa: Amor Quelónido.

Resulta difícil resumir en breves líneas lo que uno sintió (o puede sentir, elevemos esto a nivel general) viendo una película sobre un tipo que se enamora de una tortuga, le da un beso, se convierte en señor con barba vestido con camisón y sale pitando (ya no recuerdo si el final era triste o aún más triste). Todo ello con interminables escenas de caminatas por calles del centro de Sevilla aderezadas con la música de Norman "Nyman" Bates, lo más parecido al organillo del gitano y la cabra que he podido escuchar.Como era de esperar, la tortuga barbuda era interpretada por Morón, que en un arrebato de emoción al verse en la pantalla se volvió hacia nosotros, puro en mano y boca abuzonada, para decir eso tan típico de: "Zoy yo!". Lo peor fue comprobar que en el labio descansaba un pegote de tabaco del tamaño de un escarabajo crecidito y que el muchacho no se daba cuenta. El pegote caminó junto a él durante toda la noche y años después, al encontrármelo por la calle, lo primero que hice fue echar un vistazo para ver si seguía allí (dejo en la imaginación del lector la respuesta). La proyección terminó, y los primeros comentarios escuchados al azar repetían la palabra éxito. Fue aquello suficiente para que juntara mis monedas de estudiante pobre y me fuera al bar a por lo más fuerte y barato que hubiera. Copa en mano y codos en barra, vi como la hermana de Arenas se me acercaba y me soltaba un entusiasta: "HOLA!". Busqué a Antonio y Alberto con la mirada. La expresión de Antonio lo decía todo. "Me ha dicho Antonio que querías verme".

 No me gustaría que la chavalería que me sigue pensara que soy un tipo despreciable, pero a veces ese es el único papel que podemos representar en el mundo. La vida nos somete a numerosas pruebas y no siempre estamos a la altura. Yo he de reconocer que aquel día estuve a la única que me podía permitir. "Que yo he dicho qué?", tremolé por segunda vez aquella noche. "La película ha sido genial, no?". "Tengo que mear". Salí corriendo hacia el baño y me encerré. Desde dentro y con ganas de permanecer allí hasta el fin de mis días, pude ver y escuchar como Antonio y Alberto intentaban convencer a aquella señora de que fuera detrás mía (ten amigos para esto). Mis opciones eran mínimas e intenté la única que me quedaba. "Estoy un poco mareado, creo que voy fuera". "Ah, yo me quedo dentro, los chistes de (nombre-olvidado) son muy buenos". "Dios te lo pague.. digo, adios". Afortunado, direis. No tanto, aún hoy me planteo si hubiera sido mejor pasar la velada con aquella señora y aquellos chistes antes que salir y ver a Nyman Bates con la cara cubierta de sangre, riendo y viniendo hacia mi. "JAJAJA...HHJAJAA...Me ha pegado con un palo, con un palo...JAJA..", decía señalando al Morón y su pegote y al garrote que blandía mientras gritaba: "ZI, ZI!!". Y lo peor era que todo aquello estaba siendo filmado por aquellas dos casi gemelas guapas que deduje debían ser unas degeneradas de tomo y lomo por prestarse a formar parte de aquel circo (Belles de Jour...). Miré hacia la puerta y vi como Antonio y Alberto se aproximaban. Sí, era hora de marcharse. La gente salía a participar de la orgía de sangre y estúpidez y las chicas guapas lo grababan y hacían preguntas sobre lo que estaba pasando (docudrama). Empezábamos a marcharnos cuando las gemelas me cogieron de un brazo y me hicieron volverme. Frente a mi el caos.

"Nos dedicas unas palabras?"
"Qué?"
"Qué nos puedes decir de esta noche, de este estreno?"
Miré alrededor, al Morón, a Arenas, un mueble que parecía su primo, el humorista terrorífico, el músico minimalista-gitano-cabrero-psicodisecador, la opositora loca... Les miré a todos ellos y volví finalmente a mi entrevistadora con la mayor expresión de cansancio determinado que se recuerda en el polígono Navisa para decir:
"Resulta curioso que la noche más importante de vuestras vidas sea la peor de la mía"

Nos volvimos dejando atrás poco más que silencio. Caminamos hacia la luz.

martes, 12 de octubre de 2010

Geeks (parte 1) Andante

Allí estábamos, pues, Antonio, Alberto y yo mismo caminando por una de las calles de aquel polígono industrial que llamaban Navisa. Al fondo, al final de las calles y los almacenes, y tras un descampado inmenso se podían distinguir las primeras torres de lo que se conoce como las 3000 viviendas (columnas de humo sobre un cielo falsamente anochecido). Caminábamos rápido, esperando llegar a aquel almacen que hacía de sala de conciertos. Todo cerrado alrededor, algún perro perdido y un grupo al fondo que suponíamos eran los nuestros. Y eran realmente los nuestros? Habríamos deseado que fueran los suyos, los vuestros, cualquiera antes que parte de nosotros. En realidad eran amigos de aquel que fregaba platos a aquella hora en Inglaterra. Gente de la facultad a la que se había unido por aburrimiento y la falta de interés social. Arenas, el Morón, alguno más. Una mezcla de empollones, freaks, auténticos asnos, catetos, feos... Quizá el polo de atracción fue la sensación de superioridad. Pero ni eso funcionaba ya a esas alturas. El contacto con ellos nos había ensuciado y degradado y hecho reconocer que no estábamos lejos de aquello que despreciábamos.

Contaba Jose en una de sus cartas desde Inglaterra que el día que decidió que se marchaba estaba en el piso del Morón (un tipo de Morón de la frontera que ceceaba de manera brutal, ocultaba su rostro lleno de cráteres con una barba desaliñada y salía de casa sin lavarse la cara)  junto a Arenas (la falsa brillantez de los empollones) y su primo (una especie de mueble con camiseta). Hacía calor, era Julio, y pensaban comer algo. El Morón "zolo tenía atún, mayoneza y kerchu". Había pan también, claro, y decidieron hacer unos bocadillos. El primo-mueble procedió a prepararlos. Abría el pan (una viena) lo untaba de mayonesa, volcaba el contenido de una lata pequeña de atún, lo extendía un poco y añadía un chorreón de ketchup para terminar. Jose fue claro: al mío no le pongas ketchup. Cuando llego el turno de preparar el bocata de Jose, el primo repitió el mismo ritual, ketchup incluido. Pero qué haces capullo? No te he dicho que no quería ketchup? Ya, dijo el primo, quizá las primeras palabras que le oía pronunciar, pero es que con ketchup está más bueno. Jose echó un vistazo alrededor y solo pudo ver al Morón masticando satisfecho con la boca abierta mientras un hilillo combinado de ketchup y mayonesa comparecía por sus carnosos labios. Si he llegado a esto, se dijo y me dijo después, es que he hecho algo mal en esta vida. Y así fue que decidió marcharse.

Y así fue que nos dejó con aquel incalificable legado. Entre aquellos almacenes. Los veíamos al fondo, y ni siquiera las cervezas previas nos daban el ánimo suficiente para continuar. Sin embargo, un hecho sucedió que intepretamos como buen presagio. A nuestra izquierda vimos un conjunto de cartones tirados en el suelo. Entre ellos una caja de cartón, grande, se mantenía en pie. Nos fijamos que de la caja de cartón parecía recortarse una ventanilla. Escuchamos un chisteo "ssshhhh" y miramos con atención-prevención. Eh, aquí... Sí, había alguien dentro de la caja, la cara asomando por el hueco recortado, como si fuera la ventanilla de una oficina. Nos acercamos. El hombre que había sentado dentro (juraría que llevaba corbata) nos preguntó: quereih shocolate? Le dijimos que no, gracias, y el nos respondió que de nada. Continuamos caminando sin saber qué decir. Eché un vistazo hacia atrás y allí seguía, sentado esperando en su oficina de cartón, un ejemplar funcionario de la droga.

Y sí, llegamos a nuestro destino, al estreno mundial (así lo decía el pasquín que nos entregaron en la puerta) de Inma Felisa: Amor Quelónido....

(continuará)

miércoles, 6 de octubre de 2010

Memoria y Ellada

Hoy he descubierto que hace poco más de 9 años jugué un partido de fútbol sala con mi jefe de entonces (Xavier Agustí), el jefe de Telepizza en Atenas y algunos compañeros de PanricoHellas. Sé que jugué ese partido porque existe un email en el que cuento algunos detalles del mismo (por ejemplo, que el subnormal de mi jefe intentó bajarme el pantalón del chandal o que el de Telepizza se dejaba maltratar por el inefable Agustí, cosas del Upper Diagonal). Sin embargo, no recuerdo nada. No recuerdo ni dónde jugué, ni cómo jugué, si me llevé a algún amigo (Coto o Iván), si ganamos o perdimos... Es un recuerdo borrado por completo de mi memoria.

Por desgracia, no es la primera vez que me ocurre. En la boda de unos amigos, hará dos años, pasé todo el tiempo saludando efusivamente a gente que no reconocía pero me trataba con la mayor de las confianzas y el mayor de los cariños. Gente que había conocido por intermediación de mi amigo, con los que me había ido de juerga, había hablado de mi vida, y a los que mi memoria no dedicaba ni un solo rincón perdido. Y no, no es cosa de la edad. Recuerdo que en mi primer día de instituto se me acercó una chica que me saludó por su nombre. Puse tal cara de pánico-friki-empollón-no-tengo-dinero-tu-quién-eres que la chica me explicó que nos habíamos conocido en la Feria, que era amiga de una compañera... Y sí, yo había estado allí, pero seguía sin recordarla. Años después me hice amigo de aquella chica y esta vez era ella la que decía no recordar todo aquello (seguro que lo hacía por orgullo).

Pero me he alejado mucho de lo que quería contar (si es que quería contar algo). Esta mañana, después de haber leído aquel mail perdido con aquel recuerdo perdidísimo, me senté a pensar en silencio. Pensé en todo lo que había vivido en Atenas y había olvidado. Pensé en esto porque azuzado por las lecturas de Íñigo sobre la historia contemporánea de Grecia me había pegado una panzada de wikipediar desde Kolokotronis a Lambraklis pasando por Venizelos. Una historia llena de estúpidas decisiones colectivas, de genialidades, de absurdos virajes, de frases memorables y frases ridículas (ese Oxi). Y pensé que mis lecturas del día anterior estaban contaminadas más que ilustradas por el recuerdo de unas calles, de cierta luz, de algún olor único y de la atmósfera de los lugares que viví. Así pues, la conspiración Aspida me llevaba a casas con balcón de 4 alturas a lo sumo en calles que ascendían y descendían de manera abrupta y caprichosa, y el golpe del 21 de abril trae consigo el  viaje de los militares por la carretera de Tatoiu, con sus perros en las cunetas y algún viejo taller destartalado en la lejanía.

Es, por tanto, una memoria que acaba apropiándose de recuerdos no vividos pero que se ve incapaz de reconstruir lo que realmente ocurrió. Quizá se deba a mi (ambivalente) relación con Grecia y el sentido de culpabilidad que me atenaza cada vez que me topo con la Ellada. Culpabilidad por haber traicionado todo lo conseguido y aprendido allí, por no haber sido capaz de reforzar unos lazos que se debilitaban a cada año de ausencia, por sentir como el olvido se apoderaba de todo, como una lluvia fina y persistente. Por eso no vuelvo allí y por eso uso mi memoria del lugar (absolutamente demolida) como escombros con los que cimentar algún otro tipo de relación menos personal, más distante y civilizada con Grecia.

Al igual que para Fitzgerald el midwest eran los viajes de vuelta del colegio en Navidad, para mi la Ellada son los sábados en Kolonaki, Tsakaloff arriba-abajo, viviendo con la sensación de ser un privilegiado, intocado por todo lo que me rodeaba y consciente a la vez de mi ligazón con aquello, aquellas gentes, aquella historia que ha sido capaz tan solo un día de cerrar los cafés. Y lo que debiera ser más que un inofensivo recuerdo para mi es como una lanzada que atraviesa años, costillas, pulmones y frustraciones.  Una voz que continuamente pide explicaciones por el tiempo perdido y lo perdido a través del tiempo.

lunes, 27 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (Epílogo)


la-chihpa-ar-manté (la de mi madre tiene mejor pinta)

 Desde que comencé la serie La Francia que conocimos nuevos recuerdos han ido emergiendo de ese pantano sombrío en el que se ha convertido mi memoria. Me iba a dormir y pequeños detalles ya olvidados me hacían despertar y agarrarme la cabeza con las manos mientras imploraba un: ay, Dios mío! O leía un libro cualquiera y alguna referencia a ese otro tiempo y aquel otro lugar detonaban cadenas de referencias que solían terminar con un recuerdo claro, preciso y extremadamente agridulce

 Recuerdo, por ejemplo, la Nochevieja con las botellas de Cordon Rouge y el especial de la TV. Alain Delon (a falta de reloj en la Puerta del Sol) bajaba unas escaleras armado de una maza que le servía para golpear en los 12 gongs que sostenían 12 señoritas que procedían entonces a mostrarnos sus 24 pechos. Nosotros (mis hermanos y yo) estábamos absolutamente maravillados por aquel espectáculo, decididos a pedir la nacionalidad francesa como fuera, mientras mi padre usaba su habitual comentario quita-tensiones-en-realidad-el-tenso-soy-yo que apelaba a lo natural del cuerpo humano femenino: pero si esto es lo más natural!! (al tiempo que acomodaba la huevada).

 También pasamos allí la Nochebuena, claro, visita de Papá Noel incluida. A mis 8 años, la creencia en Reyes Magos y Papá Noeles era más un ejercicio de autoengaño que otra cosa. Si no acababa de creer en Dios cómo iba a hacerlo en señores que escribían notas con la misma letra que la de mi padre (facilmente reconocible por seguir los estándares del dibujo técnico arquitectónico). He de reconocer, sin embargo, que aquella Nochebuena aquel pequeño positivista que era yo se dejó ganar por el ambiente navideño, la ilusión por celebrar la fiesta en un país extranjero y la parafernalia montada de manera magistral por Vicente (imitación de la voz de Papá Noel incluida mientras nos hacían esperar en el piso de arriba). Lo de menos fueron los regalos: unos walkie-talkies (entonces estaban de moda) y unos absurdos jerseys Made in Rumania que debían estar fabricados con algún material creación de la mujer de Ceaucescu (la reina de los polímeros) porque no había forma de destruirlos.

 Fue en Nochevieja o Nochebuena o Navidad o cualquier otro día cuando Conchita preparó un excelente Hachis Parmentier, plato frances a base de puré de patatas y carne picada (hachis=picado) y que mi madre haría suyo (no solo la receta sino todo él) bajo el nombre de la-chispa-al-mantel (pronúnciese la-chihpa-ar-manté) denominación a todas luces más apropiada. Y es que, como ya he dicho en algún momento, mi madre se empeñaba en decir que entendía mejor el francés que mi padre y, por tanto, a pesar de no haber estudiado ni saber cómo pedir la hora intervenía en cualquier conversación hablando en español confiada en que su superpoder era de dominio público (para qué después digan de la Torre de Babel). Así fue como unos poloneses (polacos franceses) vecinos de Vicente acabaron dando gracias a Dios por no haber elegido España como lugar donde asentarse tras una conversación a multiples bandas con mi madre, Conchita, mi padre, Vicente y un perro que pasaba por allí.

Y sí, aquella fue la Francia que conocimos. Volví años después, durante mi primer año en la universidad, a ver a Vicente y Conchita. Entonces vivían cerca de Dax, en el sur, y se les veía tranquilos, ya retirados. Más tarde, hace unos años, fuimos la Mona y yo a París. En mi lista de obligaciones una que intrigaba a la Mona: comer chispa-al-mantel. No cejé hasta encontrar un sitio donde poder hacer realidad aquella suerte de homenaje a Vicente, Conchita, mi madre, y, por qué no decirlo, yo mismo. Y es que, en realidad, de eso mismo va Concarrobe.

jueves, 23 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (V)

Es cierto que determinadas imágenes forman parte de uno, del propio mundo, desde que tenemos uso de razón. Son iconos, referencias, conceptos visuales que nos dan una concreta medida de nosotros mismos y de nuestro mundo, un sentido de individualidad que siempre está puesto en duda cuando uno es pequeño, apenas habla, y forma parte de una familia que lo protege, mangonea, mima y desatiende en diferentes proporciones. Hablo, por ejemplo (y el ejemplo soy yo mismo), del 7º de caballería, del Real Betis, de la Union Jack o la Torre Eiffel. Se es pequeño y algo tonto o se es pequeño y un pequeño erudito (como era mi caso) pero siempre se sabe que existe una construcción llamada la Torre Eiffel (Infiel para algunos). Y sí, ahora estábamos al fin a unas horas de verla.

Fue más difícil de lo previsto llegar al centro de París. Por entonces, España apenas contaba con rondas de circunvalación y hasta que mi padre consiguió dar con la salida (o entrada) correcta, parecimos un calco del gran Timoner, aquel pistard que se pasaba media vida dando vueltas detrás de una moto. Nos precipitamos pues sobre la ciudad y mi padre, atosigado, agobiado, asustado por la gran ciudad, urdió de manera subrepticia su plan maestro: ver París en 3 horas. Algunas de las señoras que aún me leen dirán que eso es imposible. Sin embargo, tengo testigos que pueden dar fe de tamaña hazaña. Lo primero era lo primero, y nos dirigimos a los Campos de Marte. No es difícil encontrar la Torre Eiffel en Paría, y sí, allí estaba. Mi padre aparcó y con nada disimulado apremio nos condujo al pie de la gran Torre. El día era grisaceo y poco acogedor, lo que hacía resaltar aún más el carácter amenazante de aquel entramado de hierros y tuercas. Eso debió pensar mi hermano Javier cuando a la pregunta de si queríamos subir (que mi padre expresó de su habitual modo: no quereis subir, no?) y antes de que Danié y yo dijéramos un SÍ!! más grande que Versalles, contestó con un rotundo-por-bajuno: no, me da miedo. Alta traición que aún no he perdonado puesto que con los años he desarrollado un absurdo temor a las alturas que me impide subir a estas alturas (viva la polisemia).

Nos hicimos, pues, una foto con la Torre al fondo que aún se conserva en algún album de tapas rojas. Unos niños encantadores y bien vestidos secuestrados por una pareja de turcos, o peor aún, refugiados kurdos. El bigote de mi padre deja en pañales al de Ocalan y mi madre parece que va a sacar la fregona de debajo del abrigo en cualquier momento. Lo he dicho ya y lo vuelvo a repetir: eramos un país pobre.

Nos montamos todos en el coche como en los finales de Benny Hill, a camara rápida y comenzamos uno de los más delirantes episodios en la historia del turismo familiar mundial. Recuerdo el Arco del Triunfo, la Ópera, Notre Dame, el Sena, el Louvre, Los Campos Eliseos, un gendarme dando instrucciones, una tienda y una bolsa con salchichón, queso, paté y una baguette, coches, los Campos Eliseos, el mismo gendarme, las Galerias La Fayette, el Arco del Triunfo (ah, pero hay dos? pregunta alguien), otra vez los Campos Elíseos, me suena ese gendarme... Fueron dos horas de continuo movimiento por las calles de París en un Simca 1200 que parecían varios. La gente nos veía pasar una y otra vez incapaces de encontrar la salida de aquella ciudad y el gendarme vio refrendada su idea de que los españoles eramos no solo los parientes pobres sino también lerdos que vivían en el sur.

Finalmente, mareados y deshechos, emocionados y avergonzados por igual, llegamos a una estación de servicio de las afueras donde comimos como lo que éramos: gitanos.

Era ya de noche cuando el coche aparcó delante de la casa de Vicente y Conchita. Sería nuestra última noche allí. A la mañana siguiente volvíamos a España. Hacer maletas, cenar ligero, mirar el cuarto en el que dormíamos por última vez, mirar por la ventana y tratar de distinguir en la noche el perfil de los árboles más cercanos, mirar por la ventana una oscuridad que se sabe distinta a la oscuridad nunca oscura de las ciudades del sur.

Salimos muy temprano, como mandan las ordenanzas paternas, y nos alejamos en silencio, caímos en silencio, nos dejamos llevar en silencio, hasta que como siempre mi madre comenzó a hablar y ya nadie paró hasta llegar a Sevilla.

domingo, 5 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (IV)


La memoria es un mecanismo que responde a reglas no demasiado claras. Por ejemplo, del viaje que nos llevó de Blois a Rouen no recuerdo nada. Recuerdo que entramos en nuestro destino aún de día, una iglesia, el comentario de mi padre sobre la muerte de Juana de Arco (que a niños poco impresionables como nosotros nos dejó bastante impresionados) y la llegada a la casa de Salvador. O quizá no fue así. Otra memoria paralela me dice que llegamos al atardecer, ya de noche, más bien, y decidimos ir a casa de Rafael, uno de los primos? tíos? de mi madre. Parecía ser el triunfador de todos ellos. Vivía en un barrio elegante. Nos detuvimos ante una casa con jardín. Mi madre bajó con la caja de mantecados La Estepeña (metida en una bolsa de El Corte Inglés) y se dirigió a la puerta de entrada mientras la veíamos desde el coche. En la secuencia que mi memoria conserva veo como llama a la puerta, como la puerta se abre, como sale una chica veinteañera a preguntar quién es. Hay una breve conversación. La chica nos mira desde la puerta. Al fondo se asoma un tipo con melenas rizadas y pinta sospechosa. Mi madre le deja los mantecados y vuelve al coche con expresión vaya-tela. Rafaé no está, dice, se ha ido a esquiá con la mujé. Siguió una retahila de improperios a la hija que apenas hablaba español, que tenía al novio metido en casa, que a saber lo que estarían haciendo, que no ha sido ni para invitarnos a pasar viniendo desde donde venimos, eso sí, quedándose los mantecados (y hasta yo pensé que peor hubiera sido rechazarlos)... y así hasta que llegamos, ahora sí, a casa de Salvador.

Puede decirse que Salvador era el más español de los familiares. Le recuerdo viniendo a casa de mi abuela en verano, pasándose a visitarnos, viendo el Tour de Francia con nosotros (defendiendo a los ciclistas franceses como Jeff Bernard frente a nuestro ídolo, el cansino y agónico Perico). Se había casado con una francesa rubicunda y norteña de gran corazón pero mínima higiene, y pudimos comprobarlo nada más llegar a la casa, grande y destartalada, en la que vivían ellos y sus 400 hijos. Solo el mayor, un profesor con pinta de hippy, hablaba español. Estaba también una chica algo mayor que mi hermano Javier, rubia y preciosa, que nos miraba con desconfianza (años antes, en una visita a nuestra casa, jugando, le habiamos metida una piedrecilla en el ojo sin querer y se veía (o no se veía) que aún se acordaba de aquello). Hicimos noche allí. En la TV echaban Siempre hace buen tiempo, el último y más oscuro de los musicales que componen la trilogía dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, nos dieron de comer una suela de zapato poco hecha con judias verdes de guarnición. Alrededor nuestra se paseaba un perro que se llamaba Cuzco y olía a paño húmedo. Nos alojaron en una habitación en el piso alto. Mi madre, como buena madre española, escrutó hasta el último rincón de la habitación para evaluar la limpieza del lugar. No hacía falta tanto. El lavabo tenía verdina. Las sábanas parecían haber sido usadas por un destacamento del ejército búlgaro durante los 4 años de la primera guerra mundial (curiosos pelos rizados a cada momento). La frase materna respondía a la imagen que aún años después nos consuela de siglos de atraso y complejo de inferioridad: qué guarras son las francesas! Aún así, aquellos enemigos del jabón nos acogieron en su casa, nos dieron un techo, comida, y algunos pelos. Y eso nunca lo olvidaremos.

La visita que cerró nuestro periplo normando tenía unos de esos nombres hispanos que dichos más allá de Irún nadie comprende: Socorro! La prima Socorro se había casado con un español y sin llegar al glamour de Rafael había conseguido una posición cómoda y menos espesa que la de Salvador. De aquella visita me vienen dos, tres detalles a la memoria: en la TV ponían una miniserie sobre Robinson Crusoe. Los hijos de Socorro eran un compendio de buenas maneras en la mesa. Cuando comían galletas apenas hacían ruido (nosotros pareciamos Triki de Barrio Sésamo). Una tía de mi abuela, viejísima, vivía con ellos. Tuvimos que darle un beso, lo que se me antoja el momento menos agradable del viaje.

No sé que fue de ellos. Solo Salvador se dejó caer por Sevilla, como ya he dicho. Sé también que murió. También murió Rafael, de un infarto. Puede que más de uno haya muerto. Un hijo de Salvador fue jugador de fútbol y llegó a jugar en la segunda división francesa. Nunca supe como se llama o llamaba. El hijo hippy vino a España con una novia rubia y poderosa. Mi abuelo la llamaba la leona (y se lo llamaba delante del chaval, qué cosas). Estuvieron en nuestra casa también. Él y la leona. Puedo decir, y a veces digo, que tengo familia en Francia. Pero sería más correcto decir que tuve familia en Francia y ya no la tengo.

De vuelta a Blois, a casa de Vicente, mi padre dijo que pasaríamos por París para que lo conociéramos. Y aquellas benditas palabras justificaron por si solas los escasos 8 años de vida rara que me habían sido otorgados.

martes, 24 de agosto de 2010

La Francia que conocimos (III)


No hicimos demasiadas excursiones durante aquellos días, y realmente no las necesitábamos. Ir al supermercado o a la gasolinera ya eran suficientes alicientes para aquellos niños raros obsesionados por las diferencias culturales y mercantiles. Poder tomar Orangina en lugar de Casera de naranja o ver como el tabaco fumado era Gitanes o Gauloises en lugar de Fortuna nos llenaba de un extraño gozo dificilmente explicable. No obstante, y por honrar la belleza de la zona, decidimos visitar el castillo de Chambord en el día más frío que recuerdo. Recuerdo también innumerables habitaciones que me llevan la palabra Rococó a los labios y el comentario de mi padre (entre histórico y escatológico) a la memoria: en aquella época los nobles cagaban en las esquinas de las habitaciones. Gracias a Dios, mi hermano Daniel a pesar de sus 5 añitos no se atrevió a tanto y se dejó llevar de un lado a otro embutido en su anorak rojo, bastante mejor que el mío azul. Una bandeja que llevamos a mi abuela (y que se habrá perdido junto a todo lo que se quedó en aquella casa) y algunas fotos son lo único que queda de aquel día. Fotos que invariablemente, como todas las sacadas por mi padre durante el viaje, nos presentan tal que diminutas cagarrutas sobreimpresionando un paisaje majestuoso, y es que el hombre no acabó de comprender nunca eso de que las personas se ponen en primer plano y el paisaje al fondo.

Otra excursión nos llevó a la capital de la región centro: Blois. Cruzamos el Loire sobre un puente que terminaba en una ciudad gris y poco amistosa. Una visita al centro de la ciudad. Recuerdo entrar en una carnicería y maravillarme con el hecho de disponer de una persona para cobrar, y por razones de higiene! Pensé entonces en el shock que sufrirían aquellos buenos burgueses de provincia si les diera por visitar el puesto de Er Canalla en el mercado de abastos de Huelva (con aquellas montañas de ratas de plástico que se vendían a la puerta y entre las que se colaba alguna rata verdadera de tanto en tanto). También fuimos a una juguetería porque Javier quería comprar un juguete francés con sus (nuestros, entonces él decidía) ahorros. No nos dio más que para un rudimentario jueguecillo del que nos cansamos a los dos días (se lanzaban bolitas de metal contra un coche que se iba desplazando a golpe de bolillazo). Así pues se nos hizo de noche paseando por la calle principal cuando de repente mi madre me preguntó: Faliqui, dónde está Danié? Yo iba a decir aquí señalando a mi derecha cuando a mi derecha no había más que franceses. Rafa, dijo rapidamente mi madre a mi padre, que el chico se ha perdío! Mi padre compuso entonces su ya proverbial expresión de pánico e hiperresponsabilidad (ojos como platos, gesticulación ridícula, movimientos quasisimiescos) pero tuvo que ser Vicente quien tomara las riendas de la situación y mandara a mi padre a una punta de la calle mientras el iba a la otra para acotar el campo de búsqueda. Los franceses de Blois nos miraban como diciendo: ya está los españoles montándola, y después quieren entrar en el Mercado Común... Mi madre y Conchita daban vueltas en torno a si mismas para encontrarse una a la otra continuamente lo que a todas luces no era el objetivo de la búsqueda. Javier se mostraba sereno, serenidad que con el tiempo adoptó cierto color amarillento (chiste familiar). Y yo? Yo recordé una juguetería que habíamos visto unos metros atrás. Me volví, caminé calle abajo y allí, en el escaparate, estaba Danié absorto, en el planeta playmobil. Sí, lo encontré, lo llevé a donde estaba mi madre y... me llevé una bronca de mi padre por haberme perdido yo también (?). Fue entonces cuando comprendí que la estupidez es una plaga extendida de manera implacable por la tierra y que de nada servía arreglar las cosas cuando otros unicamente se dedicaban al aspaviento y eran además estos los que detentaban el poder. Me hubiera gustado en ese momento ser capaz de desandar el tiempo y dejar a mi querido hermano Daniel perdido en Blois, siendo adoptado por una familia francesa de soterrado racismo, cantando canciones de Ettiene Daho en la ducha y celebrando la victoria de Francia en el mundial del 98.

Fueron, como podeis ver, días movidos en la zona más tranquila de Francia. Sin embargo, los Viana no se conformaban con aquello y habían decidido trasladar su circo rodante a la Normandía. Es decir a Rouen. Así pues, cargados con innumerables cajas de mantecados La Estepeña, nos dirigimos a visitar a esa parte de la familia de mi madre que nunca acabó de llevarse con el Generalísimo.