jueves, 18 de noviembre de 2010

Nada que decir

El arte de Andrei Rubliov
Una sala de convenciones o conferencias o como quieran llamar a ese espacio enmoquetado lleno de sillas y con un escenario al fondo. Una gran pantalla y los inevitables slides que van pasando (los minutos no lo hacen). Me siento enfermo y contengo la tos. Un sueño invencible. Quizá fiebre. Los típicos chascarrillos de los jefes alemanes, siempre tan medidos y poco graciosos. Personajes que se mueven entre la arrogancia y el despotismo y que consiguen hacernos creer en el esencial absurdo de todo lo que nos rodea. Explicaciones técnicas, admoniciones y críticas, felicitaciones varias, más chistes, un agujero negro de aburrimiento e infracomunicación, preguntas y respuestas. Busco un modo de evadirme del convoy-conferencia, como un cuatrero hecho prisionero por un grupo de peregrinos mormones y sádicos (muchas veces son lo mismo). Recuerdo,  pues, mis obligaciones del día, las obligaciones de mañana. Comprar El Mundo (El Cultural de los viernes). Comprar Público (Sacrificio de Tarkovski de regalo). Sa-cri-fi-cio. Me demoro en la palabra, en mi sacrificio, en mi propia vida.

Todas las películas de Tarkovski que vimos siendo adolescentes. Aquellos rusos en actitud plañidera. Dios en la casa, siempre presente. Mi hermano Daniel como un pre-adolescente relleno y perplejo. La gravedad de aquellos años y aquellas películas. Ese afán serio por ser serios. No más risas infantiles. Stalker, Solaris, La Infancia de Iván, Andrei Rubliov.... La última escena de Andrei Rubliov, los iconos llenos de color. Esculpir en el Tiempo y la frase de Mijail Romm: mientras fui un fracasado... La redención que nunca llegó.

Hoy volveremos a cenar al bar de Rafaé, uno de esos señores que miran y escuchan con la boca semiabierta y las gafas semicaídas, como hacía mi abuelo, como a veces hago yo. A pesar del pelo largo, las gafas, el aire demadejado que quiero darme, me parezco a mi padre cada vez más. Y del mismo modo, acabaré pareciéndome a mi abuelo, con su  continuo despiste, su sonrisa desarmante y el esperar siempre la hora de la comida. Mi abuelo conminándome a leer Platero y Yo por el simple hecho de que la Caja San Fernando le había regalado el libro y alguien debía leerlo. Platero es suave...

Como si fueran fantasmas o espectros condenados a vagar por este edificio, las limpiadoras y las jardineras entran y salen de las oficinas mascullando inaudibles saludos. Las limpiadoras extranjeras y las jardineras catalanas. Los contables filipinos y los jefes españoles. Y entre todos ellos un silencio electrónico hecho a base de impresoras y ordenadores en constante alerta, comunicándose por escaleras interiores y ciegas, de una planta a otra, de un color a otro. Los trabajadores nocturnos dejan pasar su tiempo.

El día terminará, pues, entre invocaciones a la enfermedad y quejas de clientes. Un nuevo día. Otro día que nos acerca aún más a un fin indeterminado, confuso, sin brillo. El único gesto consiste entonces en jugar como si nos fuera la vida en ello. En hacer que el portero suba a rematar el corner. En bajarse los pantalones en medio del campo, a lo Luis Aragonés. En acumular delanteros. Consiste, en suma, en hacer todo esto aún sabiendo que el partido está perdido, que siempre estuvo perdido. Y luego, ya en casa, como Robinson Crusoe, buscaremos dormir y vivr entre los restos de este naufragio.

1 comentario:

  1. Como era aquello... "somos no solo lo que comemos sino lo que decimos"......

    Deprimente!!!!

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