martes, 24 de agosto de 2010

La Francia que conocimos (III)


No hicimos demasiadas excursiones durante aquellos días, y realmente no las necesitábamos. Ir al supermercado o a la gasolinera ya eran suficientes alicientes para aquellos niños raros obsesionados por las diferencias culturales y mercantiles. Poder tomar Orangina en lugar de Casera de naranja o ver como el tabaco fumado era Gitanes o Gauloises en lugar de Fortuna nos llenaba de un extraño gozo dificilmente explicable. No obstante, y por honrar la belleza de la zona, decidimos visitar el castillo de Chambord en el día más frío que recuerdo. Recuerdo también innumerables habitaciones que me llevan la palabra Rococó a los labios y el comentario de mi padre (entre histórico y escatológico) a la memoria: en aquella época los nobles cagaban en las esquinas de las habitaciones. Gracias a Dios, mi hermano Daniel a pesar de sus 5 añitos no se atrevió a tanto y se dejó llevar de un lado a otro embutido en su anorak rojo, bastante mejor que el mío azul. Una bandeja que llevamos a mi abuela (y que se habrá perdido junto a todo lo que se quedó en aquella casa) y algunas fotos son lo único que queda de aquel día. Fotos que invariablemente, como todas las sacadas por mi padre durante el viaje, nos presentan tal que diminutas cagarrutas sobreimpresionando un paisaje majestuoso, y es que el hombre no acabó de comprender nunca eso de que las personas se ponen en primer plano y el paisaje al fondo.

Otra excursión nos llevó a la capital de la región centro: Blois. Cruzamos el Loire sobre un puente que terminaba en una ciudad gris y poco amistosa. Una visita al centro de la ciudad. Recuerdo entrar en una carnicería y maravillarme con el hecho de disponer de una persona para cobrar, y por razones de higiene! Pensé entonces en el shock que sufrirían aquellos buenos burgueses de provincia si les diera por visitar el puesto de Er Canalla en el mercado de abastos de Huelva (con aquellas montañas de ratas de plástico que se vendían a la puerta y entre las que se colaba alguna rata verdadera de tanto en tanto). También fuimos a una juguetería porque Javier quería comprar un juguete francés con sus (nuestros, entonces él decidía) ahorros. No nos dio más que para un rudimentario jueguecillo del que nos cansamos a los dos días (se lanzaban bolitas de metal contra un coche que se iba desplazando a golpe de bolillazo). Así pues se nos hizo de noche paseando por la calle principal cuando de repente mi madre me preguntó: Faliqui, dónde está Danié? Yo iba a decir aquí señalando a mi derecha cuando a mi derecha no había más que franceses. Rafa, dijo rapidamente mi madre a mi padre, que el chico se ha perdío! Mi padre compuso entonces su ya proverbial expresión de pánico e hiperresponsabilidad (ojos como platos, gesticulación ridícula, movimientos quasisimiescos) pero tuvo que ser Vicente quien tomara las riendas de la situación y mandara a mi padre a una punta de la calle mientras el iba a la otra para acotar el campo de búsqueda. Los franceses de Blois nos miraban como diciendo: ya está los españoles montándola, y después quieren entrar en el Mercado Común... Mi madre y Conchita daban vueltas en torno a si mismas para encontrarse una a la otra continuamente lo que a todas luces no era el objetivo de la búsqueda. Javier se mostraba sereno, serenidad que con el tiempo adoptó cierto color amarillento (chiste familiar). Y yo? Yo recordé una juguetería que habíamos visto unos metros atrás. Me volví, caminé calle abajo y allí, en el escaparate, estaba Danié absorto, en el planeta playmobil. Sí, lo encontré, lo llevé a donde estaba mi madre y... me llevé una bronca de mi padre por haberme perdido yo también (?). Fue entonces cuando comprendí que la estupidez es una plaga extendida de manera implacable por la tierra y que de nada servía arreglar las cosas cuando otros unicamente se dedicaban al aspaviento y eran además estos los que detentaban el poder. Me hubiera gustado en ese momento ser capaz de desandar el tiempo y dejar a mi querido hermano Daniel perdido en Blois, siendo adoptado por una familia francesa de soterrado racismo, cantando canciones de Ettiene Daho en la ducha y celebrando la victoria de Francia en el mundial del 98.

Fueron, como podeis ver, días movidos en la zona más tranquila de Francia. Sin embargo, los Viana no se conformaban con aquello y habían decidido trasladar su circo rodante a la Normandía. Es decir a Rouen. Así pues, cargados con innumerables cajas de mantecados La Estepeña, nos dirigimos a visitar a esa parte de la familia de mi madre que nunca acabó de llevarse con el Generalísimo.

jueves, 19 de agosto de 2010

La Francia que conocimos (II)


Vicente, Conchita y Beatriz con una casa de campo como fondo. Parecen siempre entrar y salir de escena, de la película protagonizada por los Viana, como los secundarios que realmente animan una película demasiado costumbrista. Se dedican (y es algo que de pequeños no acabamos de situar) a ser mayordomos, criados de gente importante. Van y vienen de diferentes trabajos. Son despedidos. Son envidiados. Se pasean por el mundo de la única y cosmopolita manera que se viajaba en los 70, eso sí a las órdenes de otros. De París a Miami a Nueva York a Sevilla... Hasta llegar a una gran mansión de algún magnate parisino de la joyería en la región del Loire.

Nos bajamos expectantes y contentos de llegar al fin. Lo más vergonzante las muestras de amistad de mi padre, siempre tan sobreactuado y poco natural: amigo Vicente, comment allez-vous! Conchita, con su antibiligüismo (no habla bien ningún idioma, ni el español ni el francés), comienza a ordenar tareas y organizar la intendencia para tormento de mi hermano Javier. Beatriz aparece como siempre, lánguida e infantil, a pesar de que ya debe ser una mujercita que piensa en muchachos bien peinados, hecho por el cual le hacemos la vida imposible. Y mi madre? No recuerdo que hacía, pero la puedo imaginar alabándolo todo (vida campestre incluida) para luego decirnos por lo bajo: yo aquí no me vengo a vivir ni loca.

Daniel y yo nunca hemos estado en una casa igual (y eso que es la de los guardeses). La escalera es como la de la casa de nuestra abuela pero no es la escalera de la casa de nuestra abuela (imposible de comprender sin haber pasado unos años en la Bauhaus). Todo alrededor parece salido de una de esas revistas que mi padre compra para practicar su francés y buscar ideas decorativas: Plaisir de Maison o Art et Decoration. Aunque para practicar su francés encontrará una bella e inigualable ocasión de mano de los vecinos de Conchita y Vicente. Vendrán a cenar unos señores muy simpáticos (y mayores) de la casa de al lado, dice Conchita. En lo de mayores no ha exagerado. El señor estuvo en Verdun (sí, la guerra del 14) y mi padre tiene la nefasta idea de querer exhibir sus conocimientos de historia. El viejo, desdentado y con 90 años, no suelta a mi padre en toda la noche, que repite oui sin parar y sin entender nada al tiempo que esquiva los perdigonazos salivares de su oponente. Como diría mi madre: tu padre habla y pronuncia muy bien el francés pero tiene el mismo oido que para cantar: ninguno.

Otros encontraron una forma mejor de pasar el tiempo. Fue el caso de mi hermano Javier, que se obsesionó (de manera algo sospechosa, diría ahora) con el fuego de la chimenea. Cada vez que un papel o envoltorio era deshechado, mi hermano lo rapiñaba para poder tirarlo al fuego y ver cómo se quemaba. Sucedió durante nuestra estancia que Beatriz cumplió años (16 o 17) y Vicente, como buen padre, le hizo un regalo precioso: un gran ramo de flores bellamente adornadas y envueltas. Beatriz cogió las flores, las olió, lloró de emoción, todos aplaudimos, las puso en remojo. Mientras tanto, Javier solo pensaba en una cosa: cómo ardería ese envoltorio de papel de regalo y celofán? Sus cada vez más evidentes instintos pirómanos le llevaron a hacerse con toda aquella masa de papel y perifollo y de manera inadvertida lanzarlos a la chimenea. Fue entonces cuando Vicente dijo: pero eso no es todo Beatriz, mira en el interior del envoltorio. El envoltorio?, respondió Beatriz. Todos miramos alrededor y no encontramos nada. Vicente, algo nervioso, dijo: no lo habreis tirado a la basura? Hay 1000 francos dentro! Inmediatamente las miradas se volvieron hacia la chimenea, donde mi hermano, consciente ya de lo que pasaba, nos observaba con una expresión que basculaba entre el pánico y cierto oculto placer. A su espalda se comenzaban a adivinar los billetes chamuscados entre el envoltorio color rosa. Lo último que recuerdo es a Beatriz con los dedos chamuscados. No se salvó un solo billete.

Así transcurrían los días en Chez Vicente. Solo en una ocasión pudimos entrar en el palacete de los señores. Todo en su interior estaba listo para ser habitado, aunque apenas si pasaban una semana al año allí. Un suelo ajedreceado del que solo podíamos pisar los cuadros negros, habitaciones sin fin y 9 cuartos de baño con televisor incluido. Aquellos aparatos de TV de color naranja o amarillo que parecían recien salidos de Moonraker son desde entonces la imagen del lujo que siempre he perseguido y solo en muy contadas ocasiones he llegado a conseguir.

martes, 10 de agosto de 2010

La Francia que conocimos (I)


La Francia que conocimos es la Francia de 1981.

Nos despertamos temprano aquella mañana, en Bellavista, en casa de mi abuela. Mis padres se quedaron en el vacío piso de Rochelambert la noche anterior, llegados de Huelva, una vez nos soltaron allí (cosas de la intimidad). Todas las ropas por estrenar, lo que fue un error. Los Kickers de mi hermano Daniel le quedaban pequeños y hubo que descambiarlos en El Corte Inglés. El resultado fue salir al mediodía en la que se presumía nuestra primera y más larga jornada. Al final solo alcanzamos a llegar un hostal perdido en la perdida provincia de Albacete. Una primera noche de frío y expectación. Yo tenía 8 años y era la primera vez que salía de Andalucía. Las emociones del día siguiente fueron mayores. Tomamos la autopista que bordea el mediterráneo, pasamos por Valencia, por areas de servicio que se antojaban de otro planeta, comimos platos combinados que nos parecieron la suma modernidad, llegamos a Barcelona y vimos el cuartel de Lepanto (hoy Ciudad de la Justicia) en el que mi padre había hecho la mili, seguimos hasta la Junquera donde revisaron con estupor nuestros pasaportes (en el de Daniel, 5 años, había una curiosa firma que con trazo nada firme decía: Daniel), pasamos a Francia y entonces supimos que estábamos en otro país, más bien, otro continente.

La España de la que veníamos era la España de 1981.

Era de noche y llevábamos casi 1000 kms de viaje aquel día. Mi padre decidió que llegaríamos a Toulouse, y así lo hicimos. Y lo hicimos demasiado tarde. Los hoteles se negaban a admitir más viajeros a aquellas horas o se negaban por tener las plazas ya cubiertas o quizá por ser nosotros un grupo de españoles que no presagiaba nada bueno. A pesar de nuestras ropas de marca y nuestros exquisitos modales no eramos más que los vecinos vocingleros y pobres y aceitosos del sur. Tuvo que ser un recepcionista de Salamanca el que nos diera una habitación, unas camas supletorias y unos bocadillos de paté para evitar que pasáramos la noche en el coche o gastando nuestros pobres ahorros en pesetas cambiadas a francos nuevos (esto de los francos viejos y los nuevos era cosa de la época) en uno de los prohibitivos hoteles del centro. Fue aquella una noche memorable, viendo como poco a poco se perdía la señal de las radios españolas y el frío, ese frío que yo no había conocido, nos hacía refugiarnos en la manta de cuadros mientras coches de faros amarillos se cruzaban con nosotros. Aquello era Francia, la Francia que conocimos.

Al día siguiente, muy temprano, salimos de Toulouse hacia Blois. Pasamos por Limoges, donde compramos unos platos que entonces todo el mundo pensaba que eran el colmo del glamour y de los que ya nadie se acuerda. Pasamos, también, por innumerables ciudades y pueblos que no recuerdo, por supermercados y vallas publicitarias llenas de colores, por campos sin escombreras ni vertederos, por praderas verdes y bosques salteados, por casas de comida en las afueras que servían a camioneros de mejillas enrojecidas. Paramos en una de ellas siguiendo el tan manido y absurdo consejo de que los camioneros eligen los mejores bares de carretera para comer cuando todo el mundo sabe que no saben ni elegir los mejores puticlubs de borrachos y drogadas que andan. No hicimos más que entrar en aquel local lleno de cucharas golpeando platos llenos de sopas de cebolla sorbidas con entusiasmo cuando una señora, la patrona del establecimiento se vino hacia nosotros gritando un tropel de palabras de las que incluso yo, 8 añitos, podía entender "Españoles" y "Fuera". Salimos como pudimos de aquel lugar, convencidos: 1. de que los gabachos eran unos hijos de puta 2. de que realmente éramos el culo del mundo y no nos querían en ningún sitio y 3. que mejor nos comprábamos algo de comer en un super y nos parábamos en cualquier área de servicio para evitar ulteriores humillaciones.

Era ya de noche cuando llegamos a nuestro destino (un grupo de casas sin nombre en mi memoria) y allí estaban Conchita, Vicente y Beatriz esperándonos para pasar las navidades.

(continuará)

martes, 3 de agosto de 2010

Y no pueden con él! Y no pueden con él!


Sí, este era el grito que coreaba la grada del Villamarín cuando subía la banda el Vendaval del Polígono, el Rayo Verde, Don Rafael Gordillo.

Y no pueden con él! Ni los millonarios podridos y abyectos como Lopera ni sus sacacuartos engominados (Oliver). No hay poder en este mundo que sea capaz de parar a Rafaé.

Nunca antes la denominación Mito viviente fue más acertada. Él nos representa, nos da esperanza, nos lleva hacia el triunfo y la libertad.

Son la honestidad, la bondad, el esfuerzo, el talento, la sencillez y el Beticismo.

Y no pueden con él!

All Summer Long


...y mi padre como ese tal Robert Shaw que hacía del pescador Quint en Tiburón. Estuvo varios días en cartel, más de lo habitual en la rápida rotación de películas que vertiginosamente nos ofrecía el cine Pescadores de Punta Umbría. Claro, ir a ver una peli de tiburones (mejor dicho, ir a ver Tiburón) en plena temporada estival era lo más parecido a arruinarse las vacaciones. Seguro que fue Javier (y el Mayores de 18 años) el que nos convenció para sustituir el escualo por un quelónido. Y es que a falta de tiburones buenas son tortugas, y si son gigantes mejor. Los Abismos de las Bermudas se llamaba el engendro y aún no me he recuperado (30 años después) de aquello.

(en la foto mi padre se plantea si usar uno de sus hijos como cebo)

Ir al cine en Punta Umbría además de barato (75 ptas) era divertido. Tres cines operaban durante la canicula. El pobre cine Saltés, de verano y decrépito, al que nunca íbamos. El clásico Cinema San Fernando, con su frontal modernista y su invariable colección de películas: de La Leyenda de un Hombre Llamado Caballo (tardé años en descubrir que no iba de centauros) a Quo Vadis? (cine de estreno como se ve). Ya nada queda del cine, ni siquiera la excelente fachada. Y el Cine Pescadores, nuestro habitat cinéfilo natural, el único techado y el que ofrecía la mejor selección de películas (todos los estrenos populares de los últimos 2 años).

En una ciudad con calles de arena y nombres de crustáceos, entrar en el Cine Pescadores parecía entrar en otro lugar (y otro tiempo). Era ese olor a madera vieja, la misma madera de los asientos, y armario cerrado. Se trataba de la oscuridad de la sala, los caramelos de coca-cola, el ruido de las pipas pelándose, los niños bien vestidos y morenos, los trailers de películas que no veríamos y las copias de mala calidad. En las noches de los grandes estrenos el cine se llenaba y era necesario habilitar un paraiso que era mejor llamar gallinero (seguro que alguna gallina pasaba allí el año) con sus sillas plegables de bar y los botellines de cerveza (ay, esos tiempos de alcohol sin barreras). Así vimos con nuestro tío Granujas a todo Ritmo (The Blues Brothers) en una época en la que eramos incapaces de distinguir a Aretha Franklin de Maria Jesús y su Acordeón.

Por supuesto ya no queda nada del Cine Pescadores. Parece ser que hasta la calle en la que se encontraba desapareció victima del estrechamiento de la calle Ancha (cosas que pasan en Punta Umbría). Por desgracia, lejos de lo que ocurre en The Last Session Show, ni me enteré de cuando cerró, ni pude asistir a la muerte del cine, ni soy capaz de recordar la última película que vi allí. Por decir una podría escoger Runaway: Brigada Especial, un engendro del terrible Michael Crichton con Tom Selleck (cuyo bigote yo parecía querer imitar con mis primeros pelillos) y el insufrible Gene Simmons sin maquillaje. Triste final para aquella fábrica (más bien tallercillo) de sueños.

Aún hoy, cuando voy a Punta Umbría, utilizo el mismo camino para llegar a la playa. Justo al llegar a La Vieja Guardia (una vieja residencia de verano) me paro un momento y miro donde estaba el cartel anunciador del cine. Ya no hay nada. No quedan ni el insoportable tufo a basura ni las moscas verdes y africanas que custodiaban la cartelera. El cine es hoy un multisalas emplazado en un moderno centro comercial continuamente fregado por inmigrantes quasilegales. Somos el país moderno que tanto quisimos construir y ya ni siquiera mi padre se parece a Robert Shaw. A lo sumo a Lula Da Silva, pero esa es otra historia.

domingo, 1 de agosto de 2010

Teoría de MariÁngel


[ TEORIA DE MARIANGEL ]

He decidido plagiar mi felicidad de estos dias
Llenar hojas y margenes con anotaciones de ellos que son nosotros
Formar, poco a poco, el cuerpo principal de acciones de tu cuerpo
Sensacionalizar aquello que dices, piensas, silencias y luego fumas

En un extremo: Tu nombre sobre el polvo, los libros te cuidan
Hacia abajo: La juventud y el reflejo de tu vida demasiado corta
Mas alla: Todas las persianas cerradas, la musica de los domingos
Justo aquí: El abuso del te en estomagos largos y dedicados a ti

Enfermos de lucidez, como yo, te reconocen en cuanto hablas
Como aquel que canto del interés y las ganancias
El mundo se adhiere a moribundos, se impregna de tu humo, la verdad
Se figuran que no sabes lo que ocurre, la grandeza del sacrificio que asumes
La imposibilidad (no digamos manifiesta) de ver la TV en paz y tedio

5 años de búsqueda seria y un verso como historia cerrada
La ciudad a la que llegamos (carreteras y puentes y cierta sensación de musica electrónica)
Como corrientes de entusiasmo y tristeza, tu invocación al orgullo

Avanzo en primer lugar sobre la luz naranja / Alcanzo los comienzos del Bar
Los negativos de tu silencio / La determinación que compones / El arrebato concentrado de tus palabras
Enfermos y graves y solos y juntos al fin