martes, 30 de agosto de 2011

Sexo, suburbios y cintas de colores (es 4 de Julio)

No existe auténtica revolución hasta que la clase media se apodera de ella. Las élites siempre fueron revolucionarias pero por propia definición su alcance es siempre limitado y contenible en un salón. Mientras que el lumpen vive (o mejor dicho vivía) en su propia y continua revuelta (de tripas).

Desde una óptica sexual, las clases más altas vivieron unas libertades vedadas a las clases medias que a su vez experimentaban unas restricciones que a su vez añoraban las demasiado promiscuas clases bajas. Así pues, entre el jeu de salon y las recomendaciones higiénicas, la inmensa clase media buscaba lugar para poder disfrutar de una libertad sexual estructurada y sancionada por las leyes. Una clase media que a su vez censuraba la inconsciencia moral de las alturas y el barro carnal del arroyo. Porque como me esfuerzo en decir sin demasiado éxito hasta ahora, todo, absolutamente todo, aun en direcciones opuestas, ocurre en las clases medias.

Los USA vivieron antes que ninguna otra economía el desarrollo de una clase media masiva y poderosa que decidió agolparse en los suburbios y generar un propio sistema de valores. Una extraña mezcla de liberalismo y puritanismo, energía, sensualidad, alegría, hipocresía y restricción que colmó de neurosis y paranoia una nación nacida sobre la idea de la oportunidad y la competencia (conceptos propios de la sociedad abierta que pretende evitarlas por principio). Una buena forma de observar todo esto nos lo ofrece la literatura suburbial americana: Cheever, Yates, Connell. Los tres hicieron literatura de suburbio. Cheever y su intento aproximado en casi todo (sintaxis e intenciones) para tratar de captar algo en esencia indefinible (la propia esencia de la vida americana de clase media). Sus frustraciones personales son las de sus personajes y buena parte de las mismas son de carácter sexual. En Yates se habla directamente de desesperación, sin concesión alguna a la alegría o el optimismo. Lo sexual como algo siempre incompleto, donde resulta imposible casar la realidad interior con su trasunto público (sobre todo en la mujer). Connell y su minimalismo de doble vertiente, o cómo hacer convivir viñetas de tira cómica padre-de-familia-pipa-en-boca-alecciona-a-sus-hijos-a-ser-buenos-ciudadanos-mediante-irónica-reconvención y sordidas páginas de incesto, infidelidad, racismo y homofobia.

Lo que parece claro es que durante años se produjo en los USA una distancia insalvable entre lo real y lo representado, con su inevitable consecuencia: la rebelión de las clases medias. Contaba Gay Talese en su investigación sobre el cambio de usos sexuales en los USA durante el SXX que dicho cambio no acabó siendo comandado por las élites intelectuales, ni siquiera por las autodenominadas bohemias, sino por la acción conjunta de, por un lado, una serie de pioneros más próximos al chalán de feria y el vendedor de crecepelos y, por otro, el empuje arrollador de la burguesía por disfrutar de auténtica libertad en materia sexual. Es el caso de Hugh Hefner y Playboy, los desconocidos editores de clásicos de la literatura erótica (como aquel que publicaba novelillas subidas de tono por autores tan improbables como Carmencita de las Lunas), o los primeros en abrir salones de masajes eróticos. Solo cuando la clase media decidió que tenía derecho dentro de su libertad a decidir qué era obsceno y qué no, el concepto moderno de sexualidad quedo establecido. Pensar que en cuestión de apenas 10 años la venta de revistas con desnudos pasó de ser delito a ser un uso social da una muestra clara del alcance del cambio y la rapidez del mismo.

No obstante, ese mismo alcance, en retrospectiva, puede verse como una claudicación si lo comparamos con los ambiciosos objetivos iniciales. Durante los 60 la idea de Revolución Sexual pretendió ir más allá y socavar la propia base de la organización social, desde la pareja a la familia, hasta al modo en el que los ciudadanos se organizan convicencialmente. En cierto modo se trataba de un ajuste de cuentas histórico con el suburbio y sus miserias. Las comunas se extendieron en algunos estados de los USA. No me refiero a las ya conocidas comunas hippies, de las cuales la mayoría no pasaban de ser un amontonamiento de jóvenes sin vocación de pervivencia, sino auténticos intentos de crear sociedades comunales basadas en el amor libre, la sexualidad desinhibida y la conculcación de los modelos sociales aprendidos dentro de una regulación y un orden que hicieran posible la convivencia. Un intento burgués, pues, de superar la neurosis de origen socio-sexual que acabó, como sabemos, fracasando.

Se tiende a achacar el comienzo de la involución en temas sexuales en los USA a la aparición del SIDA. Sin embargo el SIDA fue más bien un golpe de efecto (que dió ocasión a algunos de invocar el poder divino de castigo) que una auténtica causa. La razón fue más próxima al agotamiento de un modelo basado en la absoluta sinceridad. La anulación del engaño y la ocultación (en una comunidad nudista y libre sexualmente esto es imposible) convierte cada relación social en sexual y a su vez en oportunidad de psicoanálisis comunal. Así pues, se pasó de la dictadura de la hipocresía del suburbio a esa otra (mucho más exigente) de la verdad ante todo de la comuna. Como dijo una vez la nunca demasiado bien ponderada Ana Rosa Quintana: a finales de los 70-primeros 80 una se suponía que tenía que acostarse con el primero que te lo pedía para no ser una reprimida. Quien ocultaba su sexo era un traidor en potencia.

Hoy en día vivimos en el habitual estertor barroco de un proceso no demasiado claro. Rodeados de estímulos sexuales, presos de cierta orientación sexual de carácter feminista y en pleno desarrollo de una moral homoerótica general. El concepto judeo-cristiano de culpa respecto al sexo es utilizado como un reclamo más y las ideas de sexo comunitario tienen un único sentido homosexual y escasamente filosófico. Mientras, en los suburbios y sus equivalentes europeos, la hipocresía sexual ha desaparecido no tanto por causa de la revolución de las costumbres como por el debilitamiento de los lazos vecinales. Ya solo podremos escandalizarnos a nosotros mismos, porque no habrá nadie viéndonos (al menos nadie que conozcamos).