miércoles, 28 de julio de 2010

The Cult of Ray


Una vieja enciclopedia de tapas rojas que siempre parece nueva. Dime qué es, Dime dónde está, Dime quién es, Dime cómo funciona, Dime por qué, Dime cuál será mi profesión, Dime cuéntame... A veces tengo la sensación de que todo lo que sé es todo lo que aprendí en aquellos libros. Un niño de 6 años que quiere saber quién es Pirro, Lutero, Diógenes, Copernico, Vivaldi. Sí, en un principio fue Dime quién es. Leer y releer las historias de los grandes hombres de la historia. En un intermedio acabé por agotar Dime cuál será mi profesión. Había de todo. Todo tipo de profesiones ya desaparecidas. Nunca pensé acabar como contable. Finalmente, era de esperar, la ficción se impuso: Dime cuéntame. Aún hoy, al hablar de algún libro de los reseñados en aquel volumen, me vienen a la cabeza las fotos, los dibujos que ilustraban cada entrada: Gargantua y Pantagruel, La Muerte de un Viajante, Las Mil y Una Noches, Un Mundo Feliz, El Inmortal... Recuerdo una de mis fotos favoritas. Un fotograma de 2001: A space odissey. Una nave espacial sobre un cielo estrellado. Era la imagen que acompañaba a un cuento de Ray Bradbury.

Nunca he sido un gran lector de ciencia-ficción. Nunca he sido un gran lector de Bradbury. Y sin embargo, pocos escritores me han dejado una sensación mayor de agradable desamparo, o triste alegría, algo que (siguiendo al gran Cesar Vallejo) podria llamarse trilce: triste y dulce. Son las Crónicas Marcianas que Borges prologara de manera inigualable hasta hacernos volver a una vieja casa de principios de siglo XX en un arrabal de Buenos Aires antes de comenzar un libro sobre cohetes que van a Marte. Ciencia-Ficción que no trata de grandes artilugios técnicos ni avances científicos, sino de hijos perdidos, abuelos recordados, atardeceres solitarios y únicos, la memoria y la ausencia. Son Los Largos Años, la última de las Crónicas Marcianas. Aquella familia que repetirá rituales hasta el fin de los días como si de una familia real se tratara. Sin otro fin que aquel para el que fue programada. Ser una familia. Una institución que realmente sirve para eso tan solo: repetir rituales hasta el fin de los tiempos.

En El Hombre Ilustrado, otra memorable colección de cuentos, se encuentra el memorable relato: Rocket Man (inspiró la canción de Elton John). Donde lo que cuenta son los silencios de una casa. Los silencios y los pasillos, la importancia de los pasillos y los ruidos que los niños advierten cuando sus padres vuelven tarde, de trabajar, después de semanas de ausencia, de improviso. Esa rutina feliz que rompe la rutina de ausencias que los niños tanto temen.

Con los años he ido leyendo los libros que Dime cuéntame nos contaba. He leído a Sartre, a Gide, a Dostoievski, a Borges, a H.G. Wells, a Hemingway, a Pirandello... Y he leído a Bradbury, claro, pero nunca he podido encontrar el relato que venía debajo de la foto de la nave espacial. El relato del padre que ha olvidado comprar un regalo de cumpleaños a su hijo y no sabe como salir del apuro, sobre todo al estar los dos de viaje. Le ha prometido una tarta y muchas velas, y no hay forma de conseguirlo. Es entonces cuando llama a una azafata y le pide algo. Al tiempo la azafata vuelve y le dice que vayan en 5 minutos. Entonces el padre toma al hijo de la mano y se dirigen a una cabina especial. Cuando están allí, se abre de repente un mirador y pueden ver todo el cielo lleno de estrellas. Están en un viaje espacial y esa visión, el firmamento, las estrellas como velas infinitas, son el mejor regalo de cumpleaños.

jueves, 22 de julio de 2010

Homenaje a las Vacaciones


Las vacaciones son un claro síntoma de la imperfección de este mundo. Existen porque algo no funciona. Porque nuestras vidas no han acabado de llegar a la tan ansiada Edad de Oro. Porque no somos felices con lo que tenemos. Porque es imposible que seamos felices. Por eso existen las vacaciones. Para serlo.

Cuando era joven y delgado pasaba los tres meses de vacaciones en Sevilla, a 40 grados a la sombra, estudiando o haciendo como que estudiaba. Mis padres se habían ido a la playa, al campo o a algún sitio parecido y yo aprovechaba para despertar con el sol imperial del estío en gloriosas mañanas sevillanas de cielos quemados. Se sudaba desde el principio, se desayunaba cualquier cosa, se veía la TV sentado (mejor dicho, tirado) en el sofá y se dejaban pasar las horas con un legajo de apuntes que pretendíamos estudiar de manera cutánea. Veíamos todo: desde las Gemelas de Sweet Valley a Al Salir de Clase, documentales sobre Gainsbourg y Vian, películas inglesas de los 60, series inglesas de los 70, vídeos musícales continuos, las desconexiones regionales y baratas de los programas de verano, los anuncios, partidos de pretemporada repetidos... Todo.

También oíamos música. Mi hermano decidía que canciones eran de verano y cuáles de invierno. Todo un mes de Agosto estuvimos escuchando Stoned & Dethroned de The Jesus&Mary Chain. Fue un Agosto memorable.

Después de comer, a la hora de la siesta, escuchábamos los programas deportivos locales para saber si había nuevos fichajes, nuevos rumores de fichajes. Como castigo debíamos tragarnos las insufribles entrevistas a los jugadores en la concentración de pretemporada ("este año me encuentro mejor que nunca", "con este entrenador tocamos más balón"...). Los fichajes son lo mejor del fútbol.

Una tarde eterna. Comienza a oscurecer. Salir por hacer algo. Aunque no se hiciera nada. Sentarnos en unos bordillos ardientes aún (son ya las 2 de la mañana) con los hielos medio fundidos y las conversaciones de siempre. Aunque siempre haya algo nuevo que decir. Aunque no sea nada. Basta con mirar el río.

Cuando llegaba a casa me tiraba sobre la cama y echaba un vistazo al recorte de cielo que el patio y la ventana me dejaban (antebrazo sobre la frente, como los buenos Viana), y me dejaba ir sin prisa hacia el dia siguiente. Sin prisa, sin miedo ni esperanza.

PD. Hoy mis vacaciones son algo muy distinto, más feliz. Lo acredita esta foto hecha justo al principio de nuestras últimas vacaciones.

martes, 20 de julio de 2010

Papa Hemingway


Hemingway era un señor que se parecía a mi padre cuando iba a pescar. En realidad mi padre era un hibrido entre Hemingway y Robert Shaw, el pescador de Tiburón, la peli de Spielberg. Hemingway era una fuerza de la naturaleza. Ostenta el record de Daiquiris tomados de una sentada (17), lo que serviría para tumbar al bebedor más avezado (y no pienso en mi mismo, ni en mi padre). Fue boxeador, deportista vario, aficionado a la pesca de altura, soldado, hombre de acción... Y hombre de letras.

Su prestigio literario, demasiado ligado a sus hazañas en la (a veces mal llamada) vida real, parece haberse venido abajo con los años. En sus novelas parece destacar demasiado esa absurda obsesión de entreguerras por el material del momento, por los grandes conflictos y las grandes decisiones, la guerra y sus consecuencias. Una generación que había participado con ilusión y acné en la Primera Guerra Mundial y que esperaba el momento de tomarse una revancha ante aquellos ideales sacrificados con la que acabó siendo la más idealista de las guerras: la Segunda. Quizá por todo ello no encontramos en sus novelas la ductilidad milagrosa que su escritura consigue en las distancias cortas, en los relatos breves. No podemos dejar de sentir cuando leemos al Hemingway autor de cuentos que nos encontramos ante un superdotado, un talento natural que resuelve de manera armónica y decidida cuanta dificultad pueda un escritor encontrar por el camino.

Resulta curioso que el primero en advertir la gigantesca proporción literaria de Hemingway fuera su amigo por entonces Fitzgerald. No dudó por un solo momento de la calidad de sus relatos y los recomendó a su editor de manera encarecida. Hemingway le pagó llamando loca desagradecida a su mujer Zelda (y realmente lo era), dudando de la virilidad de Fitzgerald (éste, obsesionado con el tema, llegó a enseñarle su miembro una noche para que le dijera si le parecía pequeño) y dándole una carpetazo a la carrera literaria de Scottie en Las Nieves del Kilimanjaro, donde de manera muy poco encubierta (y genial, las cosas como son) viene a decir que Fitzgerald desperdició su talento de un modo irrevocable.

Y es que la relación de Hemingway con el mundo se fue trocando con el devenir de los años en una relación Hemingway contra el mundo. John Dos Passos, otro grande (aunque no tanto), lo contaba en sus memorias. Una tarde, visitando a Hemingway en su casa de Florida, se sorprendió al encontrar un busto ciertamente cabezón del escritor americano en el recibidor. No pudo contener la risa al verlo y lo usó como sombrerero. Al llegar Hemingway y observar a Dos Passos riendo junto al busto mancillado, lo echó de casa, concluyendo así su amistad.

Fueron los últimos años de Hemingway no demasiado felices. A su megalomanía creciente se le iba añadiendo una paranoia delirante fruto del alcohol no vomitado durante tantos años. Todo ello, salpimentado por las dudas acerca de la perdida de fuerza de su creatividad, le llevaron a cierto aislamiento, a declaraciones absurdo-crípticas, a relacionarse solo con pescadores cubanos analfabetos o toreros ligones. Acabó recibiendo terapia a base de electroshocks, insuficiente remedio para alguien que había acumulado un arsenal de enfermedades mentales imposible de abordar.

Se acabó pegando un tiro, hecho que la primera edición de Hemingway (Adios a las Armas) que cayó en mis manos a los 13 años obviaba de manera muy delicada. Luego fue el turno de otra edición sin suicidio de sus mejores relatos cortos. Yo tenía 14 años y leía los libros que mi padre había comprado en los 70 en el tiempo en el que formó parte del Circulo de Lectores. Los libros de Hemingway de un sosias de Hemingway.

PD. la próxima semana hablamos de Tiburón.

martes, 13 de julio de 2010

Qué hombre tan patán...


Siempre deseamos aquello que no tenemos. Al menos yo lo hago. De una manera infantil y climática. Es invierno y pienso en el verano que habrá de venir: días eternos de sol y mangas cortas. Llega el verano y sueño con esos días de invierno: el vaho que se eleva contra bombillas que apenas iluminan un amanecer gris. Rohmer despachó de manera elegante el gusto por las diferentes estaciones. Rodó un cuento para cada una y todos contentos. Yo reconozco, que cuando se trata de cine, y especialmente de cine francés, me quedo con los fríos antes que los calores. No tanto por las películas que se hicieron (ahí están La Rodilla de Clara, Jules y Jim, Cuento de Verano o Al Final de la Escapada para dejarnos grandes veranos) sino por aquellos que las hacían: París en los 60 sabe a invierno, frío y abrigo de paño.

Quizá fue por eso, por ese gusto a Gauloises y Pernod, que cuando era joven y escritor me dedicaba una y otra vez a esbozar el mismo escenario: bares ciudadanos de barra cromada, ruido de ambiente provocado por las máquinas de café y el rumor de una clientela que fuma y bebe mirando por las amplias cristaleras que siempre devuelven un cielo-paisaje-calle de tonos grises. Son las 8 de la mañana o las 6 de la tarde. No lo sabemos. Estamos solos y apoyados en la barra mirando como un tipo apunta frases, escribe, mira alrededor y vuelve a escribir sobre un cuaderno de espiral. Fuma sin parar y se rie consigo mismo para volver a mostrarse serio al momento.

En Sevilla uno buscaba situaciones parecidas y así, a veces, me sentaba en los bancos de alguna plaza a ver como iba anocheciendo y a ver como la gente se retiraba a sus casas y sus programas de TV preferidos mientras los autobuses (que por entonces eran de color naranja) se vacíaban poco a poco. Se cantaba (más bien mascullaba) algo tristón y lento y se volvía uno a casa a solazarse con la tortilla de patatas de la madre y Médico de Familia (sigo pensando que la hija se pintaba las pecas). Una solución alternativa era releer el clásico de Michel Vianey (ese primo francés que nunca tuve): Esperando a Godard. Entonces me duermo.

La verdad es que nunca parecimos los personajes que pretendíamos. A lo sumo se nos podía comparar con los amigos que dan vueltas en los relatos de Pavese y solo por las innumerables vueltas que dimos. Nos faltaba independencia económica y nos sobraba sentido de la responsabilidad. Chorreábamos convencionalismos y burguesía (lo que es bueno) pero sin el componente aventurero de la decadencia (lo que es algo malo). Quizá eramos demasiado conscientes del realismo de todo lo que hacíamos y demasiado inconscientes del momento único que estábamos viviendo: nuestra juventud. Así fue como nos fuimos entregando a desventuras de perfil bajo, repetitivas, sin demasiado hálito poético, poéticas en su pequeñez y bondad. Se trataba de una realidad en fuga pero fuértemente convencida, en su mediocridad, del carácter eterno que le dábamos.

Es por eso que ver las fotos de Godard y los demás en sus años de mocedad detona en mi interior una serie de reproches ya conocidos que tienen que ver con el tiempo perdido y la pobreza de las aspiraciones. Para mi, aquellos franceses y sus logrados afanes, no pueden estar ya separados de estos españoles (yo y el que quiera apuntarse) y sus fracasos por omisión. No fuimos nada. No logramos nada. Ni siquiera lo intentamos. Creamos una mitología sin escribas ni cronistas. Una memoria que se perderá o trastocará no mucho después de nuestra muerte. Lo poco que quedará de nosotros serán las fotos de aquellos que si lo intentaron, lo lograron, nos inspiraron sueños y nos convencieron finalmente de nuestros fracasos. La foto de Godard es el negativo de esa foto propia que nunca existió.

jueves, 8 de julio de 2010

De Mundiales y Españas


Unos chavales de 8 o 9 años daban saltos junto a sus padres en el Bar. Iban vestidos con camisetas de España, llevaban banderas de España, algunos tenían las caras pintadas. Lo excepcional para todos, lo que nos hacía botar o gritar o darnos abrazos es realmente lo normal para esos niños. Que España gane campeonatos. Que España llegue a finales. Que España gane.

Fue mi hermano mayor el que pudo disfrutar en Sevilla del anterior Mundial austral. Era 1978 y yo, con 5 años, me dedicaba a dar vueltas con mi triciclo por una urbanización vacía. Una versión calurosa y playera de El Resplandor. El Resplandor allí venía del sol y las tardes interminables. Ni siquiera me enteré del no-gol de Cardeñosa. Teníamos un TV pop de 9 pulgadas en B/N, y poder distinguir algo allí era una tarea imposible. Pobre Cardeñosa. Nadie recuerda ya lo bueno que era. A pesar del error volvió a ser convocado para la Eurocopa del 80, mi primer recuerdo de la selección. Allí volvimos a ser eliminados en la primera fase, con una jugada muy parecida a la del penalti contra Paraguay. Ese penalty repetido. El error. La derrota contra Inglaterra y la eliminación.

En 1982, con el Mundial de España, me revelo como niño con conciencia propia. Son 9 años ya y comprendo que me encuentro en el auge de mis capacidades intelectuales. Mi memoria es prodigiosa por entonces, y gracias a la ayuda de las colecciones de cromos de Panini y Danone soy capaz de acumular un conocimiento amplio de los equipos, la historia del fútbol y la de los Mundiales en particular: el Maracanazo, el gol de Zarra, el robo de la copa Jules Rimet, el gol fantasma de 1966, Pelé, Garrincha, la Naranaja Mecánica, Kempes... Comprendo que el fútbol es mucho más que eso a lo que jugamos en los recreos y que es precisamente eso otro lo más divertido. Aún así, este conocimiento no me da para ver que España no pude ganar el Mundial con Satrústegui, Quini o Saura de delanteros. No daremos crédito a lo que vemos (empate contra Honduras). Aceptaremos con algo de vergüenza los errores arbitrales (otro penalty repetido, esta vez a nuestro favor contra Yugoslavia). Caeremos contra Alemania e Inglaterra en la liguilla de cuartos. Triste final que mi padre pretendió endulzar convirtiéndolo en una revancha histórica (su patriotísmo de libro de historia franquista) contra la pérfida Albión: al menos no se clasifican los ingleses...

13 años y los primeros picorcillos para México 86. Los partidos de madrugada que siguieron a los agradables partidos por la tarde de la primera fase. El gol de Michel que no fue gol contra Brasil. La confirmación en el partido contra Irlanda del Norte de que Zubi ha sido un pésimo portero infinitamente sobrevalorado. La confirmación frente a Argelia de que Calderé estaba dopado al borde del riesgo para su salud. Los malos rollos en el vestuario. Rincón y Carrasco contra Salinas y Eloy. La venganza de Moctezuma y media selección en el retrete. El 5-1 (por qué tiró el penalty Goicoechea?). El partido contra Bélgica. Mi padre yéndose a la cama cabreado. El gol de Señor (que pudo haber eclipsado el de Malta) y los penalties en los que Zubi literalmente se tumbó a dormir mientras en España nos dejábamos el sueño por el camino (el que teníamos encima y el que se nos iba).

Italia 90. Con la sombra de un suspenso en Matemáticas que sabía me iba a amargar el campeonato. Un campeonato amargo e insoportable. El mejor jugador del momento en nuestras filas y sin aprovecharlo. Martín Vazquez con barba haciendo virguerías mientras Michel se lo merecía, tanto que agachó la cabeza contra Yugoslavia dando una excusa más a Zubi para tumbarse placidamente en la hierba. Luis Suarez con los nervios perdidos y sin entender que esto es lo que pasa cuando te llevas a Villaroya y Jiménez para la banda izquierda y dejas al gran Rafael Gordillo en España.

En el 94 recuerdo haber visto el primer partido de España contra Corea de vuelta de un infumable concierto de homenaje a Dogs D´amour. Borrachos y cantando proclamas contra Caballo Loco (la estrella coreana). De nuevo un jugador en ultraforma (Caminero) y decisiones absurdas como no convocar a Michel (se lo merecía). El fallo de Julio Salinas y el gol de Baggio (otra buena del hombre-tumbona).

Se suponía que en Francia 98 teníamos una de las mejores delanteras de nuestra historia: Raul-Luis Enrique-Kiko-Alfonso (Pizzi-Morientes en el banco). Zubi se encargó de cercenar cualquier ilusión gracias a su autogol contra Nigeria. Los 6 goles contra Bulgaria sirvieron para jubilar a una generación de magníficos jugadores búlgaros.

2002. Los partidos en aquel sports bar de Ymittou (Atenas). Los griegos apostando compulsivamente y nosotros pasando rondas y partidos con esfuerzo, el que denotaban los cercos sudorosos en la camisa de Camacho. Un equipo que sufrió con Irlanda podía perder contra Corea. Y así lo hizo. Excelente Joaquín (qué estado de forma y qué calidad, y qué malo es el cubata para los deportistas) y timorato Camacho por mucho Al-Ghandour (que fue mucho, la verdad) que se esgrima a cada ocasión. Y después de perder nos fuimos a la playa? A Rafina encima? Con nombres así no me extraña que adore Grecia.

Del Mundial de Alemania (2006) apenás recuerdo nada. Un gol de Juanito pechopaloma contra Túnez y una derrota ignominosa frente a Francia. Ni cuartos esta vez. Octavos. Mis mejores momentos fueron en Menorca, viendo con la Mona la semifinal Alemania-Italia y admirando un rapidísimo extremo germano de origen africano llamado Odonkor. Ojalá lo ficháramos, pensé. Sirva esto para poner en cuarentena todos mis comentarios futboleros de ayer, hoy y mañana.

El domingo se cierra este repaso. Yo creo que vamos a ganar. De todos modos, la fideuá no me la quita nadie.