jueves, 27 de agosto de 2009

Muswell Hill Blues y III (Rafaiiil..ji,ji,ji)


Et in Arcadia ego, pensé al ver aquel Village Green puramente Kinksiano. Los autobuses rojos me recordaron la caminata y los prados que se extendían hacia un bosque cercano la imposibilidad de una ciudad a pocos minutos. Timidamente me fui acercando a una plaza, el centro neurálgico del pueblo, y desde allí busqué la calle y la casa que debía visitar. Una vía comercial, habitual en cada suburbio, me distraía a base de sandwiches preparados, fruta cortada, batidos de fresa con alto contenido en goma y surtidos varios de grasa refrita. El olor de la inmundicia ciudadana también se había apoderado del hogar de los Davies, y no me extrañó: la batalla debió de haberse perdido allá por el final de la Gran Guerra, cuando lo victoriano dió paso a lo efímero, cuando la gente comprendió que nada ni nadie iba a perdurar. Venía pensando en estas cosas cuando me descubrí alejado del centro, pateando calles con casas similares. Una de tantas sería la mía, y no me equivocaba. Tanto a derecha como a izquierda, en perfecta alineación (había escrito alienación) se situaban construcciones gemelas de dos pisos y apariencia modesta. Todas ellas parecían en muy buen estado, recien pintadas y con jardincitos frontales bastante cuidados. Todas menos una. Subvirtiendo la tradicional paleta cromática británica, una casa en el medio de la calle renunciaba al rojo, azul, blanco de la union jack, al red brick, a la tradicional moldura inmaculada de las ventanas, para proponer una alternativa a base de color natillas caducadas, verde hospital, celeste de cielo sucio y marrón casa de mi abuela Antonia (Daniel, sabes a qué me refiero). El jardín que antecedía desmerecía cualquier calificativo relacionado con la botánica, y nos acercaba más bien al mundo de los vulcanizados (neumáticos para que nos entendamos). Parecía increible que en tan poco espacio se pudiera acumular tanta rueda pinchada. Un escalofrío me recorrió la espalda sudadilla al pensar que aquella podría ser la casa en cuestión. Los Viana siempre hemos participado de un pensamiento algo extraño: simepre nos tocará a nosotros. Bueno o malo. Seremos nosotros los elegidos. La primera manifestación se produjo a mediados de los 70, cuando mi hermano Javier ganó un premio entre todo su colegio. Había que adivinar un número de 1 al 1000. 347 dijo Javier (er sielo le iluminó, como a Lopera) y se llevó la copa. Otro ejemplo es la consecución de mi famosa beca ICEX tras rellenar al tun-tun un examen tipo test de 70 preguntas (150 aprobados entre más de 5000 aspirantes/empollones de toda España). Por supuesto, los ejemplos negativos también abundan y su recuerdo omitiré por ser demasiado doloroso. Pues bien, no me hizo falata cotejar el número escrito en el papel con el número sobre la puerta para saber que había llegado.

Llamo. La puerta se abre. El hombre más feo de Europa me mira.

"Hola, vengo paro lo del anuncia. La habitación doblo....", y algunos desatinos idiomáticos más.

El tipo me invita a entrar. Nada más cruzar el umbral la primera revelación. Huele a meado de burra que apesta. Busco la burra, la causa del olor, busco respirar, busco salir... De repente veo un par de bragas gigantescas colgando de un radiador. Oigo un ruido a mi derecha y observo en la habitación contigua una señora muy gorda y aún más fea que su marido viendo la TV. La conclusión es elemental: la señora se mea encima y pone las bragas a secar en el radiador. Me dispongo a largarme de allí cuando el tipo me pregunta con inusitada dulzura:

"de dónde vienesss? Cómo te llamasss?"

Se lo digo, me mira con sorpresa y empieza a partirse el culo en mi cara: "Rafaiiilll, Rafaiiilll!! Ji,jijijijij...jijijij!!" Yo ya no sé dónde mirar y le pregunto por la habitación. Me acompaña al segundo piso entre risas (las suyas) y miradas de pánico (las mías). Por cambiar de tema le pregunto de dónde es. Grecia. Me animo y le pregunto si hay Rafaeles en Grecia. "Muy pocosss, muy pocosss", dice. Llegamos a la habitación, que me enseña con orgullo. Parece una cápsula del tiempo. Entro y pienso que John Lennon no ha muerto todavía, al menos aquí no. Eso sí, el olor a meado ha viajado con nosotros a los 70. Mi decisión está tomada pero hago algunas preguntas para disimular: hay calefacción? incluidas las bills? hay más inquilinos? Cuando considero que ya he respirado bastante ácido úrico inicio la retirada:

"Yamaró para confrimarrr", le digo
"Ssssíiiii, perfessssto", me responde

Ya en la entrada echo un vistazo a la salita y hago un gesto de despedida a la señora que me responde con una beatífica expresión. Se está meando otra vez, pienso. Salgo a la calle y el casero que nunca lo fue me despide repitiendo: "Rafaiiilll, Rafaiiilll!! Ji,jijijijij...jijijij!!"

El regreso a casa, el desayuno que tomé a las 4 de la tarde, la TV, los gruñidos de Nana por el pasillo, mi hermano de vuelta del trabajo. Le expliqué lo sucedido. Me miró con su mejor expresión sonada.

"He pensado", me dijo, "que mejor volvemos a Sevilla. Yo hago los examenes del primer parcial y tu..."

No siguió. Sabía tan solo que volveríamos, y que yo... Yo ni siquiera sabía que sería de mi. Tres días después volábamos hacia la civilización y la cultura. Volábamos al sur.

jueves, 20 de agosto de 2009

Muswell Hill Blues II (La Carretera de los Españoles)


La luz de la mañana en paises que desconocen las persianas. Solo los muy jovenes conocen momentos como este, me dije parafraseando a Conrad. Daniel ya en el trabajo y yo con mi propio trabajo que hacer aquel día. Me duché condicionado por la obsesión de Nana de no dejar salpicadura alguna en el baño (algo imposible con aquella ducha victoriana). Aún no entiendo cómo aquel cuidado en el baño convivía con la cocina más sucia del hemisferio norte. El mapa, las pocas libras que me quedaban, un anorak verde que compré en las oportunidades de El Corte Inglés... Poco más me acompañaría en aquella odisea.

Serían las 9 de la mañana cuando salí tambaleante a Goldhurst Terrace dirección Muswell Hill. Camino de Hampstead, no muy lejos, compré un Apple Donought. Creo recordar que fue en un Safeway. Apuré la pronunciación intentando simular ser británico pero lo único que conseguí fue parecer albanés. En las calles frío, algunas nubes dispersas, y puestos callejeros de platanos.
Desde Finchley Road llegar a Hampstead significaba realmente subir. Subir a mejores casas, calles más cuidadas, aires más saludables. Escalaba literalmente calles rodeadas de ejemplares casas de ladrillo rojo, mansiones en las que se desarrollaban las novelas de aquella constipated literature que denunciara Burgess (civilizados adulterios, blanca homosexualidad). Todo ello con las manos pegajosas del azucar usado para recubrir el donought, sintiéndome sucio poco después de haberme duchado, con un pelo ratonil producto de una mala elección de champú (nunca más Vasenol), pobre inmigrante a las pocas semanas de dejar mi dorada cuna burgues-sevillana. Hampstead parecía retrotraerme a otro tiempo, a otro lugar. De repente, el golpear de unos cascos de caballo sobre el asfalto me hizo girarme. Un gran carruaje funerario seguido por una colección de señores vestidos de negro atravesó la calle justo delante mía. El cochero vestía levita y sombrero de copa inmaculadamente negros (si el oxímoron es posible). Mientras me alejaba de la escena el paisaje se iba desvaneciendo, simplificando. Poco a poco, la naturaleza se apropiaba de lo que yo creía ser la ciudad más grande de Europa. Las aceras pronto dejaron de existir, y una vereda con vocación de barrizal se convirtió en mi senda. Sin duda me acercaba a Hampstead Heath.

En libros había leído que, hacía no demasiado tiempo, hubo osos viviendo entre aquellos robles. Osos, zorros, plátanos en las calles. Qué había sido de la civilización? Quizá, pensé, mi vida en Sevilla, entre las murallas que me vieron nacer, no había sido más que una ilusión ciudadana imposible de repetir en ningún otro lugar de la tierra. Pensamiento absurdo éste que olvidé ante el profético nombre de la carretera / calle que me disponía a tomar: Spaniards Road.

Así que aquella era la broma que el destino me jugaba entre el frío y la desolación. Miré el mapa y comprobé que efectivamente debía tomar aquella carretera para españoles en continuo ascenso. Bordeando Hampstead Heath y cuidando de no ser atropellado, di un sentido finalmente al lugar. Camionetas de reparto miraban con desprecio y curiosidad a aquel indigente, el único probablemente que podía esgrimir algún derecho de paso. Un interminable camino que debía desembocar en otra vía de alambicado nombre: The Bishop´s Avenue. Grandes mansiones a cada lado, coches de lujo, cámaras de seguridad en las esquinas. Un coche patrulla me siguió por unos segundos, vigilando mis movimientos. Torpemente simulé la desenvoltura de los puros de corazón y evidencié la rigidez de los sospechos en acción. El coche patrulla se puso a mi altura observando sin pudor un rostro lleno de miedo y cansancio. Tal debió ser la impresión de desamparo que el coche dobló en sentido contrario en la siguiente curva. Precisamente cuando las primeras casas de Muswell Hill se hacían visibles junto al primer sol verdadero de aquella mañana.

(CONTINUARÁ)

jueves, 6 de agosto de 2009

Subir a por Aire


Subir a por Aire es el nombre de una de las novelas que George Orwell escribió antes de la guerra (la 2ª, claro). Trata sobre un oficinista (un agente de seguros, si no recuerdo mal) de mediana edad, casado y con niños vocingleros, que una tarde decide volver al pueblo de su infancia con el único deseo de recordar tiempos mejores, más llenos de ilusión, esperanza y futuro. El tema del libro es la alienación del individuo medio en la sociedad urbana-capitalista (un tema muy cercano al primer Orwell). Lo que hace grande al libro (y a Orwell) es el hecho de que huye desde el principio del panfleto político para situarse en un plano más atemporal: el de la crisis existencial. El comprobar que los años pasan, nos deterioramos fisicamente, nos acercamos a la vejez, nos damos cuenta finalmente de que somos mortales, la conciencia nunca demasiado clara y lúcida de que nuestro momento ya pasó (si es que en algún momento existió).
Quiero creer que todos pasamos por situaciones así, como la que he descrito arriba, pero quizá me equivoqué. Quizá la gente celebre sus rutinas como regalos venidos de un dudoso cielo conformista. En España, al menos, años de franquismo crearon una escuela de pensamiento que podríamos llamar "virgencita, virgencita, que me quede como estoy". Era el tiempo en el que Lazaga dirigía una película llamada Los Tramposos, donde un grupo de desgraciados son capaces de montar una empresa turística que desestabiliza a uno de esos grandes emporios nacientes (Meliá, Marsans...). La solución es simple: la gran empresa contrata a los desgraciados, les da un puesto y un biscuter, la posibilidad de firmar las letras de una lavadora y adios competencia. Y adios aspiraciones.
Otros días, no obstante, me levanto de un humor diferente. Mi oficina me parece un lugar encantador, el ficus de la esquina parece querer decirme algo (probablemente sea: agua, agua..), la visión de una futura jubilación con placa y discursos a la sobremesa me llena de lagrimas los ojos, el paseo de vuelta a casa es un camino hacia ese Shangrilá que nos mantiene vivos. Son los días en los que uno acaba por asumir la triste verdad: que no somos un Messi, un CR9 o un Kaká. Que la nuestra es otra liga muy diferente: el Plantío, el Salto del Caballo, los Pajaritos... Y que a lo sumo podemos aspirar a ser un Fernando Vega, o lo que es peor, un Xisco.

Subir a por aire. Desde que leí el libro es una expresión que me repito a menudo, y que escenifico ya sea en la calle, en mi casa, sentado frente al ordenador. Huir de toda esta mediocridad, de esta falta de valentía, de este final ya comenzado. Huir de mi mismo, en definitiva. Y eso es algo que no puedo hacer.