viernes, 18 de febrero de 2011

La Filosofía y Yo (que no el Yo)

1.
Entre los años 80 y 90 las clases de filosofía en un instituto público cualquiera se parecían bastante a esto: una profesora que basculaba entre el entusiasmo de la Obra o el escepticismo de los pensadores derrotados, un grupo de jovenzuelos bien educados, algunos interesados en la materia y un tipo que solía hacer el papel de bufón. Éste fue precisamente mi rol durante aquellas clases con aquella señora que leía ayudada de una lupa, se dormía a si misma con sus explicaciones sobre los presocráticos y nos daba la impresión de ser una bollera armariada y tristona (vivía con su hermana y no me la imagino viendo Médico de Familia). Si, por ejemplo, se hablaba del perro de Pavlov y los actos reflejos condicionados, yo preguntaba: qué paso con el perro? (eso de ponerle un tubillo en el estómago siempre me pareció terrible). Al final la señora optaba por mandarme a hacer recados mientras ella explicaba en su monocorde tono lo que tocara. Lo curioso es que de todos aquellos que estudiamos aquel curso es probable que ahora sea yo el único que recuerde algo y aplique aún alguno de los conocimientos adquiridos, como me ocurre cada vez que pasamos junto al Walden de Sant Joan Despí y hablo de Skinner, de su libro Walden Dos y del conductismo.
Un hombre alegre

Peor experiencia fue la que nos tocó vivir con aquella otra profesora numeraria de la Obra y su peculiar forma de entender la historia de la filosofía, donde Hegel, Marx, Feuerbach, Nietzche o alguno más aparecían pequeñitos, pequeñitos (cual pigmeos), mientras Platón, San Anselmo, San Agustín o Santo Tomás adquirían dimensiones gigantescas. Su obsesión (era de esperar) era el alma inmortal y ante este dogma (ejercicio de fe) no había peros posibles, de manera que cuando alguien ponía en duda la propia existencia del alma era exoulsado de clase (si bien a veces le poníamos las cosas fáciles como cuando Jose dijo aquello de que "eso del alma es una tontería" y a la pobre mujer le dio un ataque). De aquellos tiempos me quedo con el famoso argumento ontológico de San Anselmo, que se explica en un minuto y al que dedicamos medio mes (Dios existe porque podemos imaginarlo. Toma ya!).

2.

Siempre he pensado en escribir un libro llamado: "Mi Mundo como falta de Voluntad y Exceso de Representación". De ello se infiere que Schopenhauer es uno de mis filósofos preferidos, no tanto por su pensamiento (que es altamente atractivo, con todo ese pesimismo vital y ese gusto por la estética que le hace a uno entender por qué Nietzche se fue alejando del mismo conforme se volvía loco y se abrazaba a los caballos por la calle) como por su vida, llena de momentos reseñables (unos) y ridículos (los más).

Resulta curioso, por ejemplo, que Schopenhauer se proclamara el campeón de la negación de todo deseo y viviera obsesionado por las jovencitas, como las encantadoras Caroline Richter, cantante de opera que le aguantó durante unos años, o Flora Weiss, que le rechazó cuando ella tenía 17 y él 43. Quizá la causa de tanto rechazo le viniera de su negativa tajante al matrimonio, del que decía que era conservar la mitad de los derechos y asumir el doble de obligaciones, o intentar encontrar una anguila a ciegas en un saco lleno de serpientes (aquí, sin duda, se le ha ido un poco la mano con la metáfora). Toda esta crítica al más discutido sacramento puede venir provocada por su ya proverbial misoginia que le llevó a decir que las mujeres estaban hechas para obedecer y que eran tontas. Parece, sin embargo, que su opinión cambió ya en la senectud cuando sirviendo de modelo para un busto modelado por la escultora Elisabet Ney dijo que las mujeres, fuera de la presión de la masa, podían llegar a mayores logros que los hombres (aunque con la Ney delante yo también habría dicho lo mismo, ya que ella se jactaba de dormir en un catre, comerse un huevo crudo, prepararse una limonada y haber hecho de este modo las tareas domesticas del día).

Dos mujeres, sin embargo, fueron las mayores compañeras de Schopenhauer durante su vida: Johanna, su madre (como no) y la señora Caroline Marquet. La relación de Schopenhauer con su madre no fue precisamente idílica. Quizá el extrañamiento entre ambos se inició a la muerte del padre, auténtico golpe para el joven Arthur, no tanto por el cariño que le profesaba sino porque una absurda promesa en el lecho de muerte le obligó a pasar dos aburridísimos años en la escuela de comercio (que me lo digan a mi que me pasé 7) mientras su madre se largaba a Weimar a ejercer de salonniere intelectual, escribir novelillas, conocer a Goethe y liarse con su joven casero. Al triste y pesimista Schopenhauer aquel arrebato de vitalidad y alegría no le hizo mucha gracia y menos viniendo de su madre recien enviudada. Los reproches fueron tales que cuando Arthur se mudó a Weimar finalmente su madre le buscó alojamiento lejos de su propia casa. El punto final de sus relaciones se produjo cuando Schopenhauer publicó su primer libro: De la Cuadruple Raiz del Principio de la Razón Suficiente. Con dicho título no era de extrañar que la ligera Johanna tras echarle un vistazo dijera que era ilegible, incomprensible y que no lo compraría ni el tato. A lo que Arthur respondió que de su libro se hablaría cuando ya nadie recordara la mierda que ella había escrito (y tenía razón... suficiente). Para acabar decir que Johanna, de derrochona que era, pasó sus ultimos días entre penurias y pidiendo una pensión al Duque de Weimar para poder morir en paz.

Y Caroline Marquet? Quién era ella? Un joven Schopenhauer sale una mañana muy temprano y  con cara de vinagre de su casa y encuentra en la entrada a una señora llamada Caroline Marquet. Por el tono de voz reconoce que es la misma señora que le ha despertado (su dormitorio está justo encima de la puerta queda a la calle) con su insufrible charleta a toda voz. Encima la señora parece no hacer caso a sus intentos de llamar su atención para que: 1) se calle de una vez 2) se retire y le deje pasar. El joven Arthur hace todo un alarde de voluntad desbocada y representación sin disimulo y sin mediar más palabra empuja a la señora al suelo y comienza a darle bastonazos en medio de la calle. Schopenhauer fue denunciado y condenado a pagar una compensación a Caroline Marquet durante 20 años. Seguramente la relación más larga de Schopenhauer con una mujer. Cuando murió, Arthur escribió en una copia de su certificado de defunción: la vieja se ha muerto, un problema menos.

3.

Supongo, entiendo, que la filosofía no es esto. Pero también sé que la filosofía es precisamente esto. Si Mlodinov y Hawking se premiten escribir en la primera página de The Grand Design que la filosofía está (al fin) muerta, es porque en su visión de lo que la filosofía ha de ser no hay espacio para el punto 2 de mi disertación (ni para el 1 ni para el 3). Sin embargo, pienso que de algún modo relacionado con el principio de indeterminación de Heisenberg está el hecho de que las propias proyecciones de la imaginación, nuestro imaginario (por decirlo de algún modo) modifican el mundo en el que vivimos, y que por eso mismo tendría que haber espacio para 1 y 2 y 3 en eso que llamamos filosofía ahora y que como dijeron algunos está más cerca de la literatura fantástica que de otra cosa. Yo lo dejo en literatura y me parece bien que así sea.

martes, 15 de febrero de 2011

Fahrenheit 451 (dedicado a Natalia)

Hace unos meses se dedicó en este mismo blog una entrada a Ray Bradbury: http://www.concarrobe.com/2010/07/cult-of-ray.html En ella, curiosamente, no se hacía mención a uno de sus grandes libros: Fahrenheit 451. Quizá se deba a que siempre me he sentido mucho más vinculado a su espléndidamente malograda adaptación cinematográfica. De hecho, uno de mis primeros recuerdos fílmicos es haber visto la película en un programa ejemplar y por supuesto ahora desaparecido: Pista Libre. Allí, un grupo de chavales se dedicaba a ver una peli el sábado por la mañana antes de comentarla en algo parecido a un cinefórum con canciones de Radio Futura y algún que otro porro. Y sí, allí vi Fahrenheit 451, en un tiempo en el que mi hermano Javier y yo devorábamos cualquier cosa que se pareciera a ciencia-ficción. Años más tarde leí el libro, que me pareció ingenioso al principio, ingenuo más tarde y pesado al final.


Y bueno, es posible que ingenua y pesada sean dos adjetivos que peguen bien con lo que al final es esta película. Ingenua, pesada y hermosa. Malograda al intentar introducir elementos hitchcokianos en un entorno nada favorable, en jugar de manera inocente con la idea de las dos caras de una misma moneda (esa doble Julie Christie), en ser incapaz de levantar el ritmo de una historia que funciona a tirones y en base a escenas memorables sin la debida ilación. Pero finalmente, inevitablemente, esencialmente hermosa.


François Truffaut, y he aquí su primera mención, comentaba en uno de sus escritos la existencia de una serie de películas en la filmografía de sus directores que se caracterizaban por ser expresión de un fracaso cuando parecían aglutinar todos los elementos necesarios para el éxito. Eran los llamados "grands filmes malades". Curiosamente Truffaut llenó su carrera de unas cuantas de estas grandes películas malogradas. En el caso de Fahrenheit 451 se unía el hecho de ser su primera película en inglés, de rodar con un mayor presupuesto, de manejar una historia lejos de los bulevares exteriores o el barrio latino. En realidad fue el amor por los libros lo que llevó a Truffaut a atreverse con la ciencia-ficción y a veces el pretexto no resulta suficiente. Tampoco las cosas fueron fáciles. En primer lugar se optó por Oskar Werner para hacer de Montag (muy apropiado y muy germano para el papel) si bien pocos esperaban que después de su gran éxito y camaradería rodando Jules & Jim sus relaciones se agriaran tanto haciendo F-451 (ya por entonces Werner le daba demasiado a la botella y el hombre se empeñó en aumentar la carga erótica de su papel (?)). Curioso resulta también que años después Truffaut lo utilizará en forma de fotografía (de su pequeño papel en Lola Montes de Ophuls) para ser uno de los retratos que cubren la capilla de culto a los muertos de La Chambre Verte, una de las más extrañas y emocionantes películas de Truffaut. Para cerrar el círculo, comentar que Wener y Truffaut acabarían muriendo el mismo año (1984, otra distopía) con solo dos días de diferencia.


Por seguir con los elementos que hacen a esta película una obra maestra truncada me gustaría referirme a la fotografía del gran Nicolas Roeg, con sus colores metálicos y sus poderosos rojos en los bomberos que inician fuegos. Poco después saltaría a la dirección para convertir (si es que era necesario) a Bowie en un alienígena o a la gran actuación de Cyril Cusack, ese señor con tan mal genio que no era más que un trasunto del auténtico Cyril Cusack, consevador polemista en la ya de por si conservadora Irlanda de los 60, 70 y 80 y que resultó al final ser un adúltero escondido.


Ya para terminar, por supuesto, el final. The Road and The Finale es el título de la última pieza de la memorable banda sonora escrita por Bernard Herrmann para Fahrenheit 451. Decía Bradbury que fue él quien convenció a Truffaut para que usara la música de Herrmann. No tenemos porque dudar del viejo Ray, pero nos queda la impresión de que aún sin su concurso Herrmann habría sido el elegido. Ignominiósamente apartado de Torn Curtain por el propio Hitchcock (no se volverían a hablar) por no querer hacerle una cancioncilla a Julie Andrews (la simple idea de ver a Herrmann escribiendo supercalifragilisticospiralidoso es impactante), Fahrenheit 451 parece convertirse en una suerte de revancha para Bernard Herrmann que da lo mejor de si mismo en piezas como the Bedroom o Flowers of Fire, o en la ya comentada e inigualable The Road and The Finale. En algún lugar Truffaut dijo que la escena final fue el auténtico motor de su imaginación y su voluntad para hacer esta película. Donde Bradbury situó una farragosa discusión entre personajes demasiado arquetípicos, Truffaut optó por hacer un bello homenaje a los libros, al acto de leer, a la memoria compartida en las lecturas compartidas, a la palabra escrita y a la transmisión oral, que aquí, por culpa de la dictadura de la imagen invierten el normal proceso histórico. es la música de Herrmann, y Montag comenzando a ser un hombre libro gracias al ejemplar de Tales of Mistery and Imagination que consigue guardar consigo en su huida, y sobre todo, el abuelo que transmite a su nieto, ya en su lecho de muerte, los parráfos de Weir of Herminston donde habla de una infancia sin cariño (como la del propio Truffaut) en un libro que Stevenson no pudo acabar. Y todo mientras nieva silenciosamente sobre un bosque donde solo se escucha hablar a los libros.


Definitivamente, la película alcanza su grandeza en esta y otras escenas llenas de emoción, como ese Montag descubriendo el mundo a través de un tomo de una enciclopedia, como muchos hicimos hace ya demasiados años.

viernes, 11 de febrero de 2011

Bellavista

Las calles son como las de un poblado medieval. O mejor, son las calles llenas de barro y suciedad y charcos y perros que cruzan ciegos de hambre en un asentamiento minero y nublado. En verano, sin embargo, parece que estamos en el oeste americano. Las mujeres salen (y no creo que en los westerns haya una escena como esta) con sus cubos a baldear la entrada a sus casa y a asentar la tierra polvorienta, por algo estamos en Sevilla. O no estamos en Sevilla. Quien puso el nombre de Bellavista probablemente fuera ciego.
Tenemos a esa chica que rondará los 16 años. Culona, buenas tetas, se contonea por las calles y hace que los hombres (esos que llevan camisas blancas y pantalones grises) se giren a verla, le lancen algún piropo o simplemente se miren entre ellos con sonrisas profundas. Lleva un cubo rojo que hace un extraño ruido, como de chapoteo. En estos años un cubo rojo es algo más que un cubo rojo. Estamos en un país grisáceo y todas las miradas parecen ir al cubo rojo chapoteante. La chica de las caderas y el cubo rojo lleno de mierda. Claro, pocas casas tienen baño y cañerías para desagüar, y los excrementos se trasladan al caño o al cerrado o como quieran llamarlo (cada pueblo tiene el suyo), no lejos del barrio. Mi madre mira con desprecio a la chica culona y sigue sus pasos con su aspecto desgarbado y algo infantil para su edad. Ella no lleva un cubo, sino un paquetito atado como para regalo. Una mierda de regalo, piensa para ella mientras se ríe.
Allá en el cerrado se reune la gente a cagar. Sí, ante cualquier necesidad biológica los vecinos (varones) de Bellavista marchan con la tranquilidad que el cuerpo les permite hacia ese lugar no demasiado escondido donde uno se alivia sin molestar a los demás. Un trozo de papel de periódico y unos minutos pensando en cualquier cosa.
Las casas de Bellavista no son más que chamizos, tabiques, muros, tejados que se superponen, se apoyan, se adintelan, pero no son realmente casas. Llegarán más tarde el dinero y la prosperidad en forma de engendros sin forma definida, torreones, mazmorras medievales, escayolas, muchas escayolas, y el efecto seguirá siendo el mismo. Los domingos la gente intentará vestirse mejor y recorrer el camino que les separa de Sevilla. Conocerán la ciudad (que se conoce y reconoce cada domingo, tal es el impacto repetido), se harán una foto en el Parque de Maria Luisa y volverán a Bellavista. Otras veces irán al fútbol, al final de La Palmera que para ellos es el principio. Y será este grupo de amigos el que le diga claramente a Rafaé: oye, no vengas más que eres gafe. Es el Betis del loco Otero, Del Sol, Yanko, Bosch, Eusebio Ríos... El loco Otero se aburre siendo portero y cuando el Betis ataca se va hacia la grada y se pone a charlar con el público. Entonces es el contrario el que comienza a atacar y la gente grita: Otero, Otero, que vienen! Y Otero vuelve a la portería. Y así cada domingo.
En La Paloma se reunían los comunistas del barrio. El Sastre, que era gallego, otro al que llamaban el Profidén (por su dentadura imposible), y unos cuantos más que fueron presos del canal. Buena parte del barrio habían sido presos condenados a trabajos forzados. Acabaron construyendo el Canal del Bajo Guadalquivir y acabaron quedándose en Bellavista. Se reunían en el bar de mi abuelo, donde mi padre estudiaba, atendía y se hacía el hombre alto (todos lo veían tras el mostrador, subido a una tarima). Mi madre no pudo ocultar su decepción cuando lo vio al natural, sin los cinco centímetros adicionales. En la Paloma se hablaba de Stalin (un Dios en la tierra), de Rusia (el paraiso), de los planes quincenales, de la Pasionaria... Se animó a la URSS en la final contra España, la del gol de Marcelino. Se puso en cuestión la llegada de los americanos a la luna pero se celebró el vuelo orbital de Gagarin. Y sobre todo se discutió, se analizó y se volvió a discutir el porqué perdimos la guerra.
Como en todos los bares había un profesor borracho que acabó malvendiendo su biblioteca a mi padre por unas cuantas copas más que le llevaron derechito al delirium tremens y a la muerte. Y otro que también era borracho y además lerdo que en una apuesta se comió una cucaracha.
Yo me conozco de memoria el noviazgo de mis padres. Me produce una mezcla de vergüenza, emoción, tristeza, risa y ganas de llorar. El traje de flamenca blanco, la peluquería denunciada, el vaso de leche y el barquillo, las absurdas lecciones de matemáticas, mi tío Paco como carabina, la chaqueta de alférez sin camisa debajo... Luego pienso que todos tendrán una sensación parecida y que todos los noviazgos se parecen. A mi, por ejemplo, me gusta pensar en una chica llamada Pepita que hace todos los días el camino desde la fábrica de Uralita envuelta en un novedoso e improbable chubasquero de plexiglás (?). Sí, era mi tía Pepita "la presihláh". Y pensar en Pepita "la presihláh" del brazo de mi apuesto tío Hernández (el Yul Brynner del barrio) me reconcilia con cualquier destino.