viernes, 11 de febrero de 2011

Bellavista

Las calles son como las de un poblado medieval. O mejor, son las calles llenas de barro y suciedad y charcos y perros que cruzan ciegos de hambre en un asentamiento minero y nublado. En verano, sin embargo, parece que estamos en el oeste americano. Las mujeres salen (y no creo que en los westerns haya una escena como esta) con sus cubos a baldear la entrada a sus casa y a asentar la tierra polvorienta, por algo estamos en Sevilla. O no estamos en Sevilla. Quien puso el nombre de Bellavista probablemente fuera ciego.
Tenemos a esa chica que rondará los 16 años. Culona, buenas tetas, se contonea por las calles y hace que los hombres (esos que llevan camisas blancas y pantalones grises) se giren a verla, le lancen algún piropo o simplemente se miren entre ellos con sonrisas profundas. Lleva un cubo rojo que hace un extraño ruido, como de chapoteo. En estos años un cubo rojo es algo más que un cubo rojo. Estamos en un país grisáceo y todas las miradas parecen ir al cubo rojo chapoteante. La chica de las caderas y el cubo rojo lleno de mierda. Claro, pocas casas tienen baño y cañerías para desagüar, y los excrementos se trasladan al caño o al cerrado o como quieran llamarlo (cada pueblo tiene el suyo), no lejos del barrio. Mi madre mira con desprecio a la chica culona y sigue sus pasos con su aspecto desgarbado y algo infantil para su edad. Ella no lleva un cubo, sino un paquetito atado como para regalo. Una mierda de regalo, piensa para ella mientras se ríe.
Allá en el cerrado se reune la gente a cagar. Sí, ante cualquier necesidad biológica los vecinos (varones) de Bellavista marchan con la tranquilidad que el cuerpo les permite hacia ese lugar no demasiado escondido donde uno se alivia sin molestar a los demás. Un trozo de papel de periódico y unos minutos pensando en cualquier cosa.
Las casas de Bellavista no son más que chamizos, tabiques, muros, tejados que se superponen, se apoyan, se adintelan, pero no son realmente casas. Llegarán más tarde el dinero y la prosperidad en forma de engendros sin forma definida, torreones, mazmorras medievales, escayolas, muchas escayolas, y el efecto seguirá siendo el mismo. Los domingos la gente intentará vestirse mejor y recorrer el camino que les separa de Sevilla. Conocerán la ciudad (que se conoce y reconoce cada domingo, tal es el impacto repetido), se harán una foto en el Parque de Maria Luisa y volverán a Bellavista. Otras veces irán al fútbol, al final de La Palmera que para ellos es el principio. Y será este grupo de amigos el que le diga claramente a Rafaé: oye, no vengas más que eres gafe. Es el Betis del loco Otero, Del Sol, Yanko, Bosch, Eusebio Ríos... El loco Otero se aburre siendo portero y cuando el Betis ataca se va hacia la grada y se pone a charlar con el público. Entonces es el contrario el que comienza a atacar y la gente grita: Otero, Otero, que vienen! Y Otero vuelve a la portería. Y así cada domingo.
En La Paloma se reunían los comunistas del barrio. El Sastre, que era gallego, otro al que llamaban el Profidén (por su dentadura imposible), y unos cuantos más que fueron presos del canal. Buena parte del barrio habían sido presos condenados a trabajos forzados. Acabaron construyendo el Canal del Bajo Guadalquivir y acabaron quedándose en Bellavista. Se reunían en el bar de mi abuelo, donde mi padre estudiaba, atendía y se hacía el hombre alto (todos lo veían tras el mostrador, subido a una tarima). Mi madre no pudo ocultar su decepción cuando lo vio al natural, sin los cinco centímetros adicionales. En la Paloma se hablaba de Stalin (un Dios en la tierra), de Rusia (el paraiso), de los planes quincenales, de la Pasionaria... Se animó a la URSS en la final contra España, la del gol de Marcelino. Se puso en cuestión la llegada de los americanos a la luna pero se celebró el vuelo orbital de Gagarin. Y sobre todo se discutió, se analizó y se volvió a discutir el porqué perdimos la guerra.
Como en todos los bares había un profesor borracho que acabó malvendiendo su biblioteca a mi padre por unas cuantas copas más que le llevaron derechito al delirium tremens y a la muerte. Y otro que también era borracho y además lerdo que en una apuesta se comió una cucaracha.
Yo me conozco de memoria el noviazgo de mis padres. Me produce una mezcla de vergüenza, emoción, tristeza, risa y ganas de llorar. El traje de flamenca blanco, la peluquería denunciada, el vaso de leche y el barquillo, las absurdas lecciones de matemáticas, mi tío Paco como carabina, la chaqueta de alférez sin camisa debajo... Luego pienso que todos tendrán una sensación parecida y que todos los noviazgos se parecen. A mi, por ejemplo, me gusta pensar en una chica llamada Pepita que hace todos los días el camino desde la fábrica de Uralita envuelta en un novedoso e improbable chubasquero de plexiglás (?). Sí, era mi tía Pepita "la presihláh". Y pensar en Pepita "la presihláh" del brazo de mi apuesto tío Hernández (el Yul Brynner del barrio) me reconcilia con cualquier destino.

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