lunes, 31 de enero de 2011

9 años

Era domingo y tenía resaca. Como los asesinos con ganas de ser capturados volví al lugar de autos. Allí estaba Iván, fresco como una rosa de Colmenar Viejo, terminando de limpiar. Nos sentamos en la terraza. Una luminosa mañana ateniense. Sol y calor en la primavera sobrevenida de uno de los eneros más fríos que se recordaban. Hablamos, bebimos cerveza, yo bebí cerveza, unas cuantas, una forma conocida y peligrosa de superar la noche anterior. A nuestro alrededor todas aquellas plantas que Iván cuidaba de manera conmovedora. Parecía la azotea de mi abuela Elena. No sé si vino alguien más. Puede que fuéramos nosotros los que nos llegáramos a casa de Coto y Cris. Seguí bebiendo. Bebía como si nada me importara. Como si todo me importara tanto que no pudiera más que beber. No recuerdo qué comí. Sí me puedo ver en un bar, con Iván, puede que con Coto, Cris, Natalia... Encontramos, más tarde, aquel lugar que echaba el R.Madrid - Betis. Apenas me tenía en pie. Grité, canté, me tiré por el suelo. El dueño quiso echarme y los clientes me defendieron (aunque solo fuera por el espectáculo que les estaba dando). Meses después aún me saludaban por la calle.

Vomité y al día siguiente no pude ir a trabajar. La peor resaca de mi vida. No pude pensar demasiado. Solo me recuerdo temblando y con el estómago a la altura de mi nariz.

Pasó otro día. Tampoco pude ir a trabajar. Para qué. Sabía que nadie me quería en aquella empresa y que nadie me pagaría en el futuro por hacer lo que en ese momento hacía. Pensé mucho. En mi. En mi vida. En lo que hubiera querido hacer. En lo que me hacía sentir prisionero. En la capacidad para hacer que las cosas cambien. En lo que determina lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos. Pensé que estaba enamorado y que no hacía más que darle vueltas a todo por no enfrentarme con esta verdad. Me fui a dormir.

Los sueños como una señal de nuestro poder sobre nosotros mismos. Al levantarme sabía que había tenido la ocasión de ver mi futuro y mi felicidad. No creo poder describir la sensación de confianza que me llenaba, que hacía de cada gesto rutinario un paso más en un destino glorioso y conocido. Llegué a la oficina, pálido y seguro de mi mismo. Escribí un email a la mujer con la que había soñado y me senté a esperar.

Cuando ella respondió (una vez leí su respuesta) me levanté y salí a la calle. Una fábrica aislada entre campos vacíos. Apenas algunas casas divisadas a lo lejos, la percepción de una ciudad enorme algo más allá, y las montañas que muchos habían visto hacía mucho tiempo. Párniza, Péndelis, los restos de nieve que aún quedaban en la cumbre. Recuerdo el sonido de la tierra al ser pisada. Y el frío como una bendición. Recuerdo el no poder respirar normalmente como la mayor expresión de mi felicidad.

Hubo una llamada telefónica llena de timidez y emoción aquella noche. Hubo también una serie de poemas escritos en una mesa y una habitación que olía a te y magdalenas. Fue una noche como esta, hace nueve años. Cuando era joven y delgado y triste, y sabía que la tristeza se había ido, como un día se marcharían la juventud y la delgadez. Nueve años recordando aquella voz arrastrada, apenas audible, cargada de emoción y novedad. La misma voz arrastrada, apenas audible, cargada de emoción y recuerdos que escucho cada noche. 


 

2 comentarios:

  1. Y así comenzó.
    Toda una lección para novatos.
    Iñigo

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  2. Rafa,

    Creo que te equivocas. Ese día comimos en Platia Plastira la morcilla negra y rara que era su especialidad. Es bastante probable que todo tu malestar se debiera a eso y no a la incertidumbre del momento.
    Y por cierto, a todo eso, mientras cerveceabamos en la terraza, Andrea dormía en el suelo de mi poco barrida habitación.

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