jueves, 19 de agosto de 2010

La Francia que conocimos (II)


Vicente, Conchita y Beatriz con una casa de campo como fondo. Parecen siempre entrar y salir de escena, de la película protagonizada por los Viana, como los secundarios que realmente animan una película demasiado costumbrista. Se dedican (y es algo que de pequeños no acabamos de situar) a ser mayordomos, criados de gente importante. Van y vienen de diferentes trabajos. Son despedidos. Son envidiados. Se pasean por el mundo de la única y cosmopolita manera que se viajaba en los 70, eso sí a las órdenes de otros. De París a Miami a Nueva York a Sevilla... Hasta llegar a una gran mansión de algún magnate parisino de la joyería en la región del Loire.

Nos bajamos expectantes y contentos de llegar al fin. Lo más vergonzante las muestras de amistad de mi padre, siempre tan sobreactuado y poco natural: amigo Vicente, comment allez-vous! Conchita, con su antibiligüismo (no habla bien ningún idioma, ni el español ni el francés), comienza a ordenar tareas y organizar la intendencia para tormento de mi hermano Javier. Beatriz aparece como siempre, lánguida e infantil, a pesar de que ya debe ser una mujercita que piensa en muchachos bien peinados, hecho por el cual le hacemos la vida imposible. Y mi madre? No recuerdo que hacía, pero la puedo imaginar alabándolo todo (vida campestre incluida) para luego decirnos por lo bajo: yo aquí no me vengo a vivir ni loca.

Daniel y yo nunca hemos estado en una casa igual (y eso que es la de los guardeses). La escalera es como la de la casa de nuestra abuela pero no es la escalera de la casa de nuestra abuela (imposible de comprender sin haber pasado unos años en la Bauhaus). Todo alrededor parece salido de una de esas revistas que mi padre compra para practicar su francés y buscar ideas decorativas: Plaisir de Maison o Art et Decoration. Aunque para practicar su francés encontrará una bella e inigualable ocasión de mano de los vecinos de Conchita y Vicente. Vendrán a cenar unos señores muy simpáticos (y mayores) de la casa de al lado, dice Conchita. En lo de mayores no ha exagerado. El señor estuvo en Verdun (sí, la guerra del 14) y mi padre tiene la nefasta idea de querer exhibir sus conocimientos de historia. El viejo, desdentado y con 90 años, no suelta a mi padre en toda la noche, que repite oui sin parar y sin entender nada al tiempo que esquiva los perdigonazos salivares de su oponente. Como diría mi madre: tu padre habla y pronuncia muy bien el francés pero tiene el mismo oido que para cantar: ninguno.

Otros encontraron una forma mejor de pasar el tiempo. Fue el caso de mi hermano Javier, que se obsesionó (de manera algo sospechosa, diría ahora) con el fuego de la chimenea. Cada vez que un papel o envoltorio era deshechado, mi hermano lo rapiñaba para poder tirarlo al fuego y ver cómo se quemaba. Sucedió durante nuestra estancia que Beatriz cumplió años (16 o 17) y Vicente, como buen padre, le hizo un regalo precioso: un gran ramo de flores bellamente adornadas y envueltas. Beatriz cogió las flores, las olió, lloró de emoción, todos aplaudimos, las puso en remojo. Mientras tanto, Javier solo pensaba en una cosa: cómo ardería ese envoltorio de papel de regalo y celofán? Sus cada vez más evidentes instintos pirómanos le llevaron a hacerse con toda aquella masa de papel y perifollo y de manera inadvertida lanzarlos a la chimenea. Fue entonces cuando Vicente dijo: pero eso no es todo Beatriz, mira en el interior del envoltorio. El envoltorio?, respondió Beatriz. Todos miramos alrededor y no encontramos nada. Vicente, algo nervioso, dijo: no lo habreis tirado a la basura? Hay 1000 francos dentro! Inmediatamente las miradas se volvieron hacia la chimenea, donde mi hermano, consciente ya de lo que pasaba, nos observaba con una expresión que basculaba entre el pánico y cierto oculto placer. A su espalda se comenzaban a adivinar los billetes chamuscados entre el envoltorio color rosa. Lo último que recuerdo es a Beatriz con los dedos chamuscados. No se salvó un solo billete.

Así transcurrían los días en Chez Vicente. Solo en una ocasión pudimos entrar en el palacete de los señores. Todo en su interior estaba listo para ser habitado, aunque apenas si pasaban una semana al año allí. Un suelo ajedreceado del que solo podíamos pisar los cuadros negros, habitaciones sin fin y 9 cuartos de baño con televisor incluido. Aquellos aparatos de TV de color naranja o amarillo que parecían recien salidos de Moonraker son desde entonces la imagen del lujo que siempre he perseguido y solo en muy contadas ocasiones he llegado a conseguir.

1 comentario:

  1. hago memoria y no recuerdo nada parecido en mi infancia. Me gustan estas historias!
    lo de los 9 baños con tele es verdad?? mon dieu!!
    Natalia

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