domingo, 5 de septiembre de 2010

La Francia que conocimos (IV)


La memoria es un mecanismo que responde a reglas no demasiado claras. Por ejemplo, del viaje que nos llevó de Blois a Rouen no recuerdo nada. Recuerdo que entramos en nuestro destino aún de día, una iglesia, el comentario de mi padre sobre la muerte de Juana de Arco (que a niños poco impresionables como nosotros nos dejó bastante impresionados) y la llegada a la casa de Salvador. O quizá no fue así. Otra memoria paralela me dice que llegamos al atardecer, ya de noche, más bien, y decidimos ir a casa de Rafael, uno de los primos? tíos? de mi madre. Parecía ser el triunfador de todos ellos. Vivía en un barrio elegante. Nos detuvimos ante una casa con jardín. Mi madre bajó con la caja de mantecados La Estepeña (metida en una bolsa de El Corte Inglés) y se dirigió a la puerta de entrada mientras la veíamos desde el coche. En la secuencia que mi memoria conserva veo como llama a la puerta, como la puerta se abre, como sale una chica veinteañera a preguntar quién es. Hay una breve conversación. La chica nos mira desde la puerta. Al fondo se asoma un tipo con melenas rizadas y pinta sospechosa. Mi madre le deja los mantecados y vuelve al coche con expresión vaya-tela. Rafaé no está, dice, se ha ido a esquiá con la mujé. Siguió una retahila de improperios a la hija que apenas hablaba español, que tenía al novio metido en casa, que a saber lo que estarían haciendo, que no ha sido ni para invitarnos a pasar viniendo desde donde venimos, eso sí, quedándose los mantecados (y hasta yo pensé que peor hubiera sido rechazarlos)... y así hasta que llegamos, ahora sí, a casa de Salvador.

Puede decirse que Salvador era el más español de los familiares. Le recuerdo viniendo a casa de mi abuela en verano, pasándose a visitarnos, viendo el Tour de Francia con nosotros (defendiendo a los ciclistas franceses como Jeff Bernard frente a nuestro ídolo, el cansino y agónico Perico). Se había casado con una francesa rubicunda y norteña de gran corazón pero mínima higiene, y pudimos comprobarlo nada más llegar a la casa, grande y destartalada, en la que vivían ellos y sus 400 hijos. Solo el mayor, un profesor con pinta de hippy, hablaba español. Estaba también una chica algo mayor que mi hermano Javier, rubia y preciosa, que nos miraba con desconfianza (años antes, en una visita a nuestra casa, jugando, le habiamos metida una piedrecilla en el ojo sin querer y se veía (o no se veía) que aún se acordaba de aquello). Hicimos noche allí. En la TV echaban Siempre hace buen tiempo, el último y más oscuro de los musicales que componen la trilogía dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, nos dieron de comer una suela de zapato poco hecha con judias verdes de guarnición. Alrededor nuestra se paseaba un perro que se llamaba Cuzco y olía a paño húmedo. Nos alojaron en una habitación en el piso alto. Mi madre, como buena madre española, escrutó hasta el último rincón de la habitación para evaluar la limpieza del lugar. No hacía falta tanto. El lavabo tenía verdina. Las sábanas parecían haber sido usadas por un destacamento del ejército búlgaro durante los 4 años de la primera guerra mundial (curiosos pelos rizados a cada momento). La frase materna respondía a la imagen que aún años después nos consuela de siglos de atraso y complejo de inferioridad: qué guarras son las francesas! Aún así, aquellos enemigos del jabón nos acogieron en su casa, nos dieron un techo, comida, y algunos pelos. Y eso nunca lo olvidaremos.

La visita que cerró nuestro periplo normando tenía unos de esos nombres hispanos que dichos más allá de Irún nadie comprende: Socorro! La prima Socorro se había casado con un español y sin llegar al glamour de Rafael había conseguido una posición cómoda y menos espesa que la de Salvador. De aquella visita me vienen dos, tres detalles a la memoria: en la TV ponían una miniserie sobre Robinson Crusoe. Los hijos de Socorro eran un compendio de buenas maneras en la mesa. Cuando comían galletas apenas hacían ruido (nosotros pareciamos Triki de Barrio Sésamo). Una tía de mi abuela, viejísima, vivía con ellos. Tuvimos que darle un beso, lo que se me antoja el momento menos agradable del viaje.

No sé que fue de ellos. Solo Salvador se dejó caer por Sevilla, como ya he dicho. Sé también que murió. También murió Rafael, de un infarto. Puede que más de uno haya muerto. Un hijo de Salvador fue jugador de fútbol y llegó a jugar en la segunda división francesa. Nunca supe como se llama o llamaba. El hijo hippy vino a España con una novia rubia y poderosa. Mi abuelo la llamaba la leona (y se lo llamaba delante del chaval, qué cosas). Estuvieron en nuestra casa también. Él y la leona. Puedo decir, y a veces digo, que tengo familia en Francia. Pero sería más correcto decir que tuve familia en Francia y ya no la tengo.

De vuelta a Blois, a casa de Vicente, mi padre dijo que pasaríamos por París para que lo conociéramos. Y aquellas benditas palabras justificaron por si solas los escasos 8 años de vida rara que me habían sido otorgados.

1 comentario:

  1. Las bolsas del Corte Inglés ya no son lo que eran. Antes eran las reinas de las bolsas.

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