martes, 9 de febrero de 2010

Paris, Texas


Yo iba a cumplir 19 años (de hecho los cumplí el lunes siguiente) y mi hermano tenía 17 y acababa de dar el estirón que todos esperábamos. Era sábado, 13 de Junio, y como casi cada noche por aquellos días fuimos a ver una película al cine de verano de la Expo 92. El jueves pusieron Criss-Cross, con Burt Lancaster dejándose engañar por las mujeres, y el viernes fuimos los únicos en comprender de qué iba Viridiana. Aquel sábado ponían Paris,Texas, y ni mi hermano ni yo sabíamos que nos esperaba. Yo estudiaba para mi examen de Microeconomía (uno de las pocas asignaturas de las que aún me acuerdo) y Daniel tenía esa cara de niño bueno que fue perdiendo a golpe de borracheras y desengaños, como Burt Lancaster en Criss-Cross curiosamente.

Recuerdo que salimos del cine en silencio, como siempre. Salvo casos muy contados, nunca nos ha gustado comentar las películas justo después de vistas. Sin embargo, aquel día el silencio era diferente. No solo no queríamos hablar, sino que no podíamos hablar. El autobús que nos llevaba a casa, pasada la medianoche, lleno de turistas y sevillanos, las luces de los semáforos, las luces aún encendidas en algunas de las ventanas que veíamos desde nuestras propias ventanas, todo aquello parecía querer referir a una forma poética que acabábamos de ver representada en su perfección. Sí, aquella noche apenas pude dormir pensando en toda esa emoción concreta.

La verdad es que pensaba explicar el argumento de la película, hablar de Wim Wenders, de Sam Sheppard... Pero todo aquello pasó. Los libros que leí sobre el Nuevo Cine Alemán. La obsesión por los road movies. La música de Ry Cooder. Las indagaciones en la vida de Sheppard. las obras de teatro de Sheppard. Las referencias a Wenders en todo lo que hacía, decía y pensaba... Lo mejor que conservo de entonces es mi edición en compactos Anagrama de Crónicas de Motel, mi libro preferido de Sam Sheppard. Y del libro la primera historia:

En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me insensibilizaba las encías.
Aquella noche atravesamos los Badlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas. El cristal estaba helado al tacto.
Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un círculo de enormes dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente los dinosaurios iluminados desde el suelo por unos focos.
Mi madre me llevó a dar una vuelta abrigado bajo una manta parda del ejército. Tarareaba una canción lenta. Creo que era Peg a' my heart. La tarareaba bajito, para sí misma. Como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.
Serpenteamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre sus patas. Bajo sus tripas. Describimos círculos en torno al Brontosaurio. Miramos desde abajo los dientes del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas lucecitas azules a modo de ojos.
No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios.

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