jueves, 24 de septiembre de 2009

Punta Umbría


Una calle Ancha que no lo es demasiado. Sentados en una terraza, algunas mesas alrededor, manteles de papel. Para beber Barredero (una concesión a la mitología familiar) y para comer coquinas, boquerones, dorada a la plancha... Un muchacho con sindrome de down (mongolito, que se decía antes) canta fandangos de Huelva arrebatadamente mientras es jaleado por unos cuantos viejos que juegan al dómino (así, con acento en la primera ó). Estas son mis vacaciones.

Vengo a Punta Umbría por las coquinas, podría responder en un falso documental / película-encuesta sobre mi persona. Y no sería cierto, del todo. Quien no ha tomado las coquinas de Punta Umbría no sabe de lo que hablo, pero tampoco quiero magnificar el papel del molusco bivalvo (homenaje a Rajoy) en mis elecciones de ocio. Tiene que haber algo más. Hay algo más. Punta Umbría son los veranos de mi infancia, y todos sabemos lo que eso supone en el imaginario de cada uno. En mi caso: jaurías de perros atemorizantes, sueltos y sin control. Reestrenos a 150 pesetas en el Cine Pescadores (Los Goonies, Granujas a todo ritmo). Helados calle Ancha arriba, calle Ancha abajo. La busqueda desesperada del TP o el Don Mickey en los dos únicos quioscos del pueblo. Jugar al Tour de Francia con los tapones de La Casera. Jugar a las Olimpiadas con los tapones de La Casera. Jugar a los Mundiales con los tapones de La Casera. El Gran Héroe Americano. El Coche Fantástico. La Fuga de Logan (ya, qué le vamos a hacer). La playa, mi madre leyendo el Semana, mi padre ausente, Javier con cara de estar enfermo, Daniel sin soltar la pelota.

Hace varias semanas llegué a casa de madrugada tras una de las escasas salidas nocturnas que me he permitido estos últimos meses. Puse la TV, no tenía sueño, y me destrozó ver que echaban Juzgado de Guardia (Night Court). Creo que pude oir el crrrackkkk dentro de mi, como si años de despreocupación e inmortalidad se hubieran despeñado finalmente. Un instante, una escena, una música que hacía años no escuchaba, un chiste que incluso recordaba, todo aquello consiguió que fuera consciente al fin del paso del tiempo. Había intentado olvidar este momento, esta epifanía, pero ayer fue Primos Lejanos (Perfect Strangers), las desventuras de Balky Bartokomus y su primo Larry, el detonante de este vértigo. Revelaciones como estas explican por qué vuelvo a Punta Umbría cada verano.

Me levanto temprano y salgo a la terraza. Desde el sobreático puedo ver los pinos a un lado (el lado del mar) y las azoteas, sus antenas de TV, rodeándome. Al otro lado están la ría, los esteros, las fábricas. Es temprano, y el ruido de los barcos llega hasta aquí arriba. Llega también el de las olas. Y el de los pinos, el viento entre los pinos, el sonido más claro de la memoria.

2 comentarios:

  1. Aunque Portileño de la parte de Cartaya, a mi pocas cosas me ha aportado buenas Punta Umbria. Excepto esas coquinas en la calle Ancha y mi primera ostra de mi vida también allí, solo aportome disgustos.
    Disgustos de que nunca me dejaban entrar en las discotecas de pijos: la agripina, el consorcio, la cachao,...

    En fin, menos mal que a uno le terminan saliendo pelos y al menos te hacen pagar 10 € para entrar.

    Abajo el reguetón y viván las portadas del Semana con Carmina Ordoñez (R.I.P.).

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